La meritocracia rural

Cada cual habla de la feria según la va en ella, y como ya estoy convencido de que la percepción es múltiple, y que las divisiones según la biografía de cada cual son innumerables, no voy a tratar de generalizar. Me limito, si os parece, a hablar de la experiencia conocida, microcósmica, de la vida en un pueblo donde todo el mundo se conoce.

La suerte existe. La suerte es un factor determinante en nuestras vidas, y quien crea otra cosa haría bien en echarle un vistazo a su biografía y enumerar las veces que algo fortuito le dio una ventaja o le puso una zancadilla. Aún así, hay quien juega más décimos y quien menos, y luego achaca a la suerte lo que es consecuencia de sus malas decisiones.

Sembraste lentejas y fue año de garbanzos. Mala suerte. Sembraste garbanzos y fue año de lentejas. Joder. Qué putada. Esto es cuestión de suerte.

Se te pueden enfermar las vacas. Y es mala suerte, joder. Pero resulta que se le enferman más al que menos limpia la cuadra. Ya ves. Y la gente se fija, porque todos nos conocemos.

Y resulta que se murió Fulgencio, y partió la hacienda entre sus tres hijos. Una parcela grande, de seis hectáreas. Heredaron dos hectáreas cada uno, y cada cual trabajaba lo suyo, pero como se llevaban bien, sembraban todos lo mismo para llevarlo juntos a vender. ¿Y qué pasó? Que no les producía lo mismo la tierra. Que donde uno sacaba ocho, otro sacaba diez y otro sacaba doce. Pero llover y helar, llovía para los tres igual. Y por qué? Porque uno podaba los frutales y los otros no. Que dos invertían en abono y otro no. Porque los tres no eran iguales ni en esfuerzo ni en costumbres, ni en el modo de llevar la tierra.

Y a la larga, esas cosas se acumulan. Y se acumulan mucho, mucho más de lo que pensamos. Porque tres mil euros de diferencia no es tanto, pero en diez años son treinta mil, que es lo que cuesta un tractor aceptable de segunda mano, y el que lo compró ya se sale, mientras sus hermanos aran con el burro. Y luego la diferencia ya son diez mil, que en diez años se convierten en cien mil, y ahí tienes a quien tiene un piso en la capital y quien no lo tiene. Y a eso, claro, le llaman desigualdades sociales.

Y el que se sube al tejado, arregla las goteras. Y el que no, pues tiene que cambiar las vigas a los pocos años y gastarse una pasta.

Y todo así.

Y al final, los que las pasaron putas es que tuvieron mala suerte. Y a lo mejor la tuvieron, pero son capaces de dejarse quemar vivos antes de reconocer que parte de la mala suerte es rascarse los cojones. Parte de la mala suerte es no saber gestionar nada ni preocuparse de las cosas. Parte de la mala suerte es esperar que las cosas funcionen solas.

Y en el campo nos conocemos y lo sabemos. En las ciudades, en cambio, tenéis a tanta gente a quien echarle la culpa que vivís en la perpetua presunción de inocencia.

¡Yo no he sido! ¡Yo no he sido!

Pues espabilando.