41 años de criptoconfesionalismo

A Gonzalo Puente Ojea, preclaro debelador del mito religioso, le resultaba tremendamente revelador lo cómoda que se siente la iglesia católica con el régimen surgido en España tras la aprobación de la constitución de 1978. Basta considerar la historia de intolerancia que arrastra desde sus comienzos como religión oficial de imperio romano en tiempos de Constantino para sospechar de esa comodidad. En particular, es suficiente examinar el previo periodo dictatorial nacionalcatólico, instaurado tras un fracasado golpe de estado, que la iglesia amparó y justificó sin ambages desde el primer momento, y la posterior guerra civil que acabó a sangre y fuego con el legítimo régimen democrático de la Segunda República.

Tras la muerte del dictador, unas elecciones semidemocráticas surgidas de la Ley de Reforma Política de 1976 no podían otorgar en absoluto el carácter de constituyentes a las cortes elegidas. Aún así, en un lamentable proceso llevado a cabo de tapadillo y a espaldas de la opinión pública se elaboró el texto constitucional que se sometió a referendo a continuación.

Nada bueno podía salir de un proceso realizado bajo la vigilancia efectiva del incólume aparato estatal franquista: ejército, policía y poderes judiciales. Sin olvidarnos de la jefatura del estado, encarnada en el monarca borbón elegido por decisión personal del genocida dictador anterior, en evidente desafío a la legalidad republicana liquidada por la fuerza de las armas.

Y el texto constitucional evidenció que la supuesta oposición democrática resultante de las previas elecciones seudodemocráticas había mantenido incólumes los dos pilares básicos de la estructura dictatorial franquista: La monarquía borbónica personificada en el sucesor elegido por el dictador y los privilegios de la iglesia católica característicos del nacionalcatolicismo inherente a la dictadura.

Las artimañas utilizadas para perpetuar la situación preponderante de la iglesia resultan especialmente significativas para comprender el disimulado proceder utilizado. Por un lado, se negoció subrepticiamente una actualización del Concordato con el estado del Vaticano, que había sido el precio pagado por Franco para romper el aislamiento internacional al que se encontraba sometido después de que sus aliados nacionalsocialistas y fascistas perdieran la segunda guerra mundial.

Los nuevos acuerdos fueron por tanto negociados por autoridades preconstitucionales con la jerarquía católica colaboradora de la dictadura franquista. El resultado no podía ser más predecible: una sucesión vergonzosa de privilegios de la iglesia para asegurar el proselitismo en sistema educativo, la presencia en la fuerzas armadas, y todo tipo de ventajas fiscales y judiciales para apuntalar con recursos públicos su poder económico e inmobiliario.

Por otro lado, la validez de esos vergonzantes acuerdos con el estado vaticano debía ser refrendada por el texto constitucional. Una tarea a priori incompatible con la exigencia de laicidad del estado exigible a cualquier estado democrático moderno. Pero cualquier cosa es posible si se negocia a espaldas de la opinión pública. En un alarde de equilibrismo lingüístico, político e ideológico se redactó el punto 3 del artículo16: Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.

Así se dice en el mismo párrafo una frase que parece asegurar la laicidad del estado para, sin solución de continuidad, decir justamente lo contrario al exigir al estado que, teniendo en cuenta las creencias religiosas (impuestas a la fuerza durante los 40 años anteriores), debe colaborar con la iglesia católica. El pretexto perfecto para aprobar, inmediatamente después del texto constitucional, los ya redactados acuerdos con el Vaticano. Un perfecto ejercicio de gatopardismo que permitió conservar la esencia del nacionalcatolicismo cambiando solamente la apariencia legal y la justificación constitucional.

El resultado es lo que se ha dado en llamar estado aconfesional, una perversión del significado de este adjetivo cuyo significado original es, evidentemente, independiente de las confesiones religiosas. Una denominación mucho más adecuada que describe de forma acertada la situación es la propuesta por Puente Ojea: Estado Criptoconfesional.

No se queda ahí el entuerto. El punto 3 del artículo 27 especifica: Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones. Desde luego, la redacción de este punto es mucho más aséptica, pero 80 años de privilegios hace que la jerarquía católica se sienta envalentonada y lo interprete de manera retorcida, deduciendo que en él se justifica la existencia de centros educativos religiosos que deben ser financiados por el estado.

Capítulo aparte merece la asignatura de religión, omnipresente en todas las etapas educativas por obra y gracia de los acuerdos con el estado vaticano. Recordemos que la génesis de esta asignatura se sitúa en la de carácter obligatorio que se impartía hasta el final de la dictadura, algo que no parecía causar problemas morales a la jerarquía católica y a los profesores que entonces se encargaban de ella. La existencia de la misma asignatura se garantizó en los acuerdos con el Vaticano, En la práctica se eliminó la obligatoriedad, pero se habilitó una asignatura simultánea de Ética para los alumnos disidentes (al principio escasos por razones obvias).

Naturalmente, esta solución era insostenible. Si los conocimientos impartidos en Ética eran realmente necesarios, debían serlo para todos los alumnos; y si no lo eran, la asignatura de Ética sobraba. Eso llevó al PSOE a eliminarla en la siguiente reforma educativa. Curiosamente, esto generó una batalla por las actividades alternativas que podían realizar los alumnos. La jerarquía católica sostuvo, en un alarde de arrogancia, que los alumnos que no asistían a las clases de catequesis no podían realizar ninguna actividad que les supusiera algún tipo de ventaja académica. Es decir, debían perder el tiempo en horario escolar (al igual que los otros). Incluso se negaban a que se impartiera al final del horario para impedir que los alumnos pudieran optar simplemente por irse a su casa. Aún así, la asignatura de religión comenzó una progresiva pérdida de alumnos motivada además por el imparable proceso de secularización de la sociedad española que puso en guardia a la jerarquía católica.

La ayuda les vino de la mano del gobierno del PP de Aznar, que se sacó de la manga una asignatura alternativa obligatoria que versaba sobre el hecho religioso, introduciendo además que la nota obtenida tuviera valor académico. Una jugada maestra que obligaba a los alumnos a elegir entre la catequesis que garantizaba a priori una buena nota, o su alternativa que podía conducir a un esfuerzo adicional de estudio y a una calificación de resultado al menos incierto. Solamente la imprevista victoria de Zapatero en las siguientes elecciones generales impidió que semejante atropello se llevara a cabo, pero era cuestión de tiempo que el PP volviera a gobernar. Uno de los principales puntos de la actual LOMCE vigente, aprobada durante el gobierno de Rajoy, es la restauración del valor académico de la Asignatura de catequesis religiosa. El desaguisado llega hasta tal punto que la nota de religión tiene valor académico hasta en segundo de bachillerato, un curso en el que el expediente es fundamental para después optar a los estudios de las distintas carreras universitaria. A tal punto que ha conseguido en los últimos años revertir el acelerado descenso de matriculados en religión en Bachillerato. Algo sobre lo que se pasa de puntillas cuando se cuestiona el sistema actual de acceso a la universidad. Desde luego, la jerarquía católica, para quienes parece que el fin justifica los medios, parece encantada.

Empero, se observan últimamente algunos conatos de rebelión. Algunos Institutos de Educación Secundaria han tratado de negarse a impartir religión y algunas comunidades autónomas han tratado de eliminar religión de segundo de bachillerato. Se han topado siempre con la justicia, que aduce siempre los vigentes acuerdos con el estado vaticano e incluso la redacción de la constitución para impedir cualquier avance hacia una administración y educación que sea realmente independiente de cualesquiera creencias religiosas.

El último movimiento ha correspondido al grupo parlamentario navarro de Geroa Bai en el Parlamento de Navarra que ha registrado dos proposiciones de ley dirigidas al Congreso de los Diputados para “garantizar la laicidad de la escuela pública”, proponiendo la reforma de la ley orgánica de Libertad Religiosa, la de Educación, en relación con la enseñanza de religión, y la modificación del artículo 27 de la Constitución. Aducen que: la necesidad de avanzar hacia un sistema educativo laico hace imprescindible emprender una reforma constitucional y las modificaciones legales necesarias para no impartir religión confesional en el currículo escolar.

Los profesores de religión se han apresurado a resaltar que tienen a su favor la carta magna y que la propuesta es imposible sin reformar la Constitución. Es decir, que todo quedó atado y bien atado, en palabras del dictador Franco. Al menos los nudos ya han aguantado 41 años. Más que la propia dictadura nacionalcatólica.

 

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