¿Ser feliz o tener razón?

Esta mañana, hablando con una amiga con la que trabajaba en Madrid, me he enterado que su hermano, ingeniero y con 2 másters y dos C2, está trabajando de repartidor en Uber Eats.

Horas después caía en mis manos un magnífico artículo de David Bollero: “No es inepta, es su modo de vida”. Una certera reflexión sobre la presidenta de la Comunidad de Madrid, Ayuso, extensible a un amplio espectro de nuestra clase política. Personas que, no es que sean mediocres, incompetentes o inmorales, sino que han hecho de la mediocridad, de la incompetencia y de la inmoralidad un empleo, una forma de comunicar, ser, estar y hacer.

“Que nadie diga que es más básica que el mecanismo de un botijo, que le encantan los focos, los posados y los lujos. Que a nadie se le ocurra pensar que improvisa, que es autoritaria, que le gusta ir de víctima cuando es verdugo. Sencillamente, es su modo de vida.”

Mientras Madrid cae dramáticamente en una espiral cada vez mayor de contagios y muertos con epicentro en la incapacidad, el electoralismo, la furia, el “y tu más” y, ante todo, la falta de responsabilidad y de sentido de Estado, un chaval, como otros tantos centenares de miles, reparte por sus calles pizzas y hamburguesas, con una trayectoria brillante y supongo, rabia, desesperanza y cansancio. Las mismas que sentimos muchos que ya, ni tan siquiera, somos tan jóvenes. Y no solo los que han estudiado brillantes carreras, sino todos aquellos que no dejamos los cuernos por tener una vida decente y vamos siempre con la lengua fuera, con el estrés como modo de vida y con la oscuridad al pensar en el futuro como tonalidad existencial.

Y es que los datos son desesperanzadores. El último estudio de la OCDE sobre el ascensor social en España relata un porvenir verdaderamente tétrico y habla, directamente, de una “sociedad de castas” donde los hijos de las clases altas son cada vez más ricos y los hijos de las clases menos pudientes son cada vez más pobres. Las posibilidades de nacer en una familia de extracción social modesta y pasar a una más cómoda se han reducido más que en ningún otro país de la UE desde el comienzo de la crisis. Sumad a esto los efectos de la crisis que está por venir y el panorama pasa de desalentador a terrorífico.

Esta mañana también he caído en la cuenta de que el PP ya tiene a más personas en la cárcel (87) que en el Congreso de los Diputados (66) y uno puede evitar pensar en qué cojones hemos hecho mal, en por qué se nos aseguró que si trabajábamos duro, que si nos formábamos bien, íbamos a tener una vida medianamente digna. ¿Te impulsan más hacia el triunfo la inmoralidad y la capacidad de trepar que el talento o la fuerza de voluntad? ¿Cómo le explicas a un hijo que debe ser ético, responsable y luchador para alcanzar la vida que quiere? ¿Con qué argumentos cuentas?

Pensemos en la clase política.

Nuestro presidente cometió un supuesto plagio (corregidme si me equivoco, no sé si se ha acabado demostrando), el líder de la oposición se sacó la mitad de la carrera de Derecho en unos meses y el líder del cuarto partido más votado vivió durante unos años a cuerpo de rey sin pegar palo al agua, puesto a dedo por una política corrupta, mientras ha convertido las ayudas sociales a las clases sociales bajas, una de sus armas electorales más esenciales. En esta sociedad el tío que te pone las pizzas o el que te vende un móvil es bioquímico o físico, mientras que los jefes de gobierno que tienen que tomar decisiones que determinan de forma definitiva tu presente y tu futuro, engañan, mienten, manipulan y mercadean con sus currículums, con sus títulos y lo que es peor, con su programa electoral. Tecnócratas formados en colegios conocidos ya por todos, pertenecientes a las juventudes de partidos desde antes de perder el último diente de leche.

El leitmotiv que impulsa el descontento de este país ha pasado de la indignación al cansancio más deprimente, de la lucha en las calles a la resignación más pegajosa. Los que nos consideramos de izquierdas tenemos una enorme responsabilidad en esa abulia. En esa creencia de que el sistema podía cambiarse dentro del sistema, cuando un sistema que da el poder a personas de tal moralidad no puede o no debería existir. Si a todo esto sumamos los efectos anímicos del COVID, podemos decir que la ilusión en este país vive su momento más crítico desde que acabó el franquismo.

La separación entre la clase política y la ciudadanía ha alcanzado cotas verdaderamente inasumibles. Y en cierto modo, esa distancia siempre ha existido, pero no ha sido nunca tan inabarcable en términos éticos y humanos. Ellos representan todo lo que no debe hacerse, todo lo que no querríamos que hiciesen nuestros hijos. Y en cambio son ellos los que crean y firman las leyes, los que deciden cómo se compone la justicia, los que manejan los hilos en la lucha contra una pandemia mortal.

Utilizamos sus errores y meteduras de pata, sus corruptelas, sus chalés, su racismo, su republicanismo de cartón piedra, su sociopatía, no para no votarlos, sino para tapar los defectos de aquellos a los que sí votamos. Nos vemos inmersos en una continua batalla de sucesos, errores y tramas de corrupción. Las ideas, la autocrítica y la creatividad han desaparecido del terreno político porque nada de eso vende ya. Es la marketinización suprema de la política, ese paradigma del que ya hablaba Sampedro antes de la crisis. O explicado por Ogilvy, el rey de la publicidad: “La corrección, la coherencia y la ética son cosas muy bonitas, pero lo que vende es la polémica, el espectáculo y el ruido”.

Hemos vendido nuestra coherencia, nuestra capacidad crítica, nuestra ilusión y nuestro futuro al ruido y a la furia. Hemos dejado de lado la aspiración esencial de toda sociedad, la de ser feliz, por el más burdo de los objetivos: creer que tenemos razón.