Un vuelo con Iberia en la época del COVID-19

Soy español y vivo en Montevideo desde hace ya siete años; como buen emigrante, intento visitar a mi familia al menos una vez cada doce meses. Este año, vista la pandemia, no pensaba hacerlo pero cuestiones personales (lo peor que te puede pasar cuando vives fuera de tu casa es que tus padres se pongan enfermos) me obligaron a ello. Tuve suerte: Uruguay es uno de los poquísimos países desde los que se puede viajar a la Unión Europea, gracias a que la pandemia está bajo control.

Llevo volando con Iberia muchos años. Antes trabajaba en Guatemala y era un asiduo de los A-340 que hacían el vuelo directo a Madrid (o más bien semidirecto: como la pista del aeropuerto de La Aurora no daba para despegar a plena carga de combustible, se repostaba en San José de Costa Rica antes del salto trasatlántico). Ahora, lo mismo desde Montevideo. Lo digo porque he sido testigo directo y privilegiado del lento descenso de los estándares de trato al cliente -que, en puridad, nunca fueron escandalosamente altos- llegando a su clímax gracias a la pandemia mundial.

Me presenté en el aeropuerto con mi PCR negativa, el checkin hecho y la documentación completa. Barajas, en estos tiempos, es un lugar surrealista, semivacío y fantasmagórico. Dejé la maleta sin problema y antes de pasar a la zona de embarque dos amables policías me pidieron mi billete de avión y una prueba de que residía en Uruguay: les enseñé mi cédula (carnet) de residente permanente y me desearon buen viaje. Tras cruzar el arco de seguridad me aproximé a la puerta 16. A medida que me acercaba empecé a oír gritos. Eran las 23:30h, había bastante gente esperando (pero no tanta como para llegar el avión), todos en silencio mirando la escena. Dos señoras mayores, sentadas en un banco, miraban a un trabajador de Iberia que muy enfadado les gritaba (les gritaba, ojo, no les decía en voz alta) que a él le daba igual. Que sin PCR no iban a embarcar. Que "no le contasen historias de que no sabían manejar el móvil" (imagino que para buscar el mensaje de la clínica Quirón, con la que Iberia ha hecho un acuerdo, para realizar las pruebas a los viajeros por un precio no demasiado módico). Que si se quedaban en tierra no era su problema. Y probablemente tenía razón, pero no pude evitar pensar (ni yo ni los cien que mirábamos la escena) que las cosas pueden decirse o explicarse de otro modo. Y más a personas mayores. Y más en público. Y más cuando tu trabajo implica ese tipo de situaciones. Fue desagradable y con un mal sabor de boca me dispuse a abordar el avión: estaba en una de las últimas filas y si algo bueno ha traído la puta COVID ha sido la introducción de la racionalidad en el embarque de pasajeros.

Empezaron con los del fondo y yo fui el décimo en presentar la tarjeta de embarque a un empleado diferente al que había gritado a las señoras. Le mostré (un ritual bien aprendido) tarjeta y pasaporte a la vez y, con la otra mano, en el móvil, el resultado del PCR. "Muy bien. ¿Qué va a hacer usted a Uruguay, por favor?" (esto, repito, un empleado de Iberia en la puerta del finger tras haber pasado arco de seguridad, migraciones y el control aleatorio previo de la policía). Pues vuelvo a mi casa, le contesté. Perfecto, repuso él. ¿Lo puede demostrar?. Me le quedé mirando. "Con un documento uruguayo o algo", añadió impaciente ante mi silencio incrédulo. De acuerdo, dejé la mochila en el suelo, guardé el móvil, saqué la cartera, extraje la cédula de identidad uruguaya. Se la mostré, la cogió y durante dos minutos la leyó, anverso y reverso. "Caballero, este documento no es válido. Caduca hoy". Eran las 0:05 del día 9. El carnét llevaba caducada exactamente 5 minutos. Efectivamente, le dije: viajé hace tres meses, tuve que posponer el vuelo y la cédula caduca hoy. No es un problema: tengo la condición de residente permanente. La condición no depende del documento y no me van a poner problema para entrar. "Lo siento, pero no puedo dejarle subir con este documento, tengo órdenes estrictas y le voy a pedir que salga de la fila". Respiré hondo y abrí el pasaporte por la página 19: el sello del consulado de España en Montevideo que atestigua que, desde 2013, soy residente permanente. "No me sirve, caballero, esto es un documento español y usted va a Uruguay". Intenté mantenerme tranquilo. "Mire, sé que es un documento español -es mi pasaporte, joder- pero demuestra que la cédula, que es válida ahora mismo, dice la verdad: resido en Uruguay. No voy a hacer surf o algo. Tengo además las tarjetas del banco, de transporte y de sanidad: vivo ahí y no voy a salir de la fila. Discutimos cinco tensos minutos más hasta que un compañero suyo se acercó para decirle que el embarque "iba tarde". El tipo me miró de arriba abajo y me dijo que "por esta vez" me iba a dejar pasar. Pues muchas gracias, hombre.

El avión iba medio lleno, pero con la particularidad de que los pasajeros viajábamos todos juntos: la mitad trasera, petada. La delantera, semivacía. Yo estaba en ventanilla y la señora que iba a mi lado, una vez habíamos despegado, llamó a la azafata y le preguntó si podía cambiarse de sitio. "Pues no, señora, los asientos ya han sido asignados". Mi vecina, que luego descubrí era maestra, le respondió didácticamente que le parecía muy bien, pero que -tal vez la azafata no se hubiera enterado- sufríamos una pandemia mundial y era recomendable mantener la máxima separación posible. Habiendo cien lugares libres... La azafata puso peor cara aun y le dijo que era "por nuestra salud", ya que si se declaraba un caso en el avión, luego tenían que poder localizar a los que se habían sentado cerca. La maestra, impertérrita le respondió que le parecía muy bien. Que sacase una libreta y apuntase los cambios de asiento y arreglado. Y acto seguido se levantó y muy digna se sentó en la parte central, a unos saludables tres metros de cada viajero más próximo. La azafata, rezongando, apuntó el cambio: no parecía muy feliz. Lo fue aun menos cuando otras personas hicieron lo mismo: a esto hemos llegado, a que habiendo pagado 1200 euros las compañías aéreas se lleven un disgusto porque el pasajero se cambia a un asiento vacío.

Y a esto hay que sumar la comida. Enfrentemos la realidad: el menú de a bordo, el mítico "A VER CABALLERO PASTAOPOLLO PASTAORCHICKEN PLIS" nunca había sido para tirar cohetes, pero te lo comías: estaba caliente y tras abordar casi a medianoche, reconfortaba. Ahora, "como consecuencia de la COVID" Iberia ha decidido cambiar el menú caliente por comida fría para poder cenar con seguridad rodeado de una decena de personas en menos de cinco metros cuadrados. En este caso era una media baguette de tortilla de patata precongelada. Digo precongelada porque estaba eso, precongelada. Yo me como hasta la corteza del queso: no pude con un engendro del precocinado que habría desatado un motín masivo en la cafetería de la facultad más curtida en salmonelosis masivas. Que no es importante, diréis, pero joder: el espacio de la butaca es mínimo; la atención a bordo, precaria; el billete es caro... al menos que la comida sea eso, comestible.

Pero es Iberia. Nuestra compañía aérea. Estratégicamente importante, tanto que le vamos a regalar Air Europa (la única que le hace competencia en varios tramos a América Latina, incluyendo Uruguay, vas a ver que festival de subidas de precios en unos meses) tras sanearla por 400 millones de euros. ¿Qué más da si nos tratan como a ganado? Haber viajado en Business, hombre.