El rojizo resplandor del crepúsculo estaba cediendo ya su lugar a las sombras cuando dos viajeros podrían haber sido observados descendiendo, con gran rapidez, a un paso de seis kilómetros por hora, la arrugada ladera de una montaña, el más joven saltando de grieta en grieta con la agilidad de un ciervo, mientras que su acompañante, cuyos ajados miembros parecían moverse a disgustos en la pesada cota de malla que acostumbraban a usar los turistas en este distrito, se afanaba dolorosamente a su lado.
Como ocurre siempre en semejantes circunstancias, fue el joven caballero el primero en romper…