¿No quieres monarquía? ¡Pues toma dos reyes!

La monarquía como forma de estado es, en su esencia, incompatible con el concepto moderno de estado democrático. La transmisión de la jefatura del estado por vía hereditaria sin mediar ningún proceso electivo se contradice con conceptos claves de un sistema democrático, como son la elección y control de los representantes del pueblo que administran y definen el rumbo ideológico del estado.

En España, la monarquía adolece de más circunstancias particulares que lastran gravemente su capacidad de ejercer de forma efectiva la jefatura del estado. La monarquía española ya fue interrumpida de forma democrática en dos ocasiones previas dando paso a sendos sistemas republicanos, y fue reinstaurada en ambas ocasiones de forma autoritaria mediante golpes de estado liderados por militares.

En el caso de la actual monarquía, su origen se sitúa en la designación de Juan Carlos I como sucesor en la jefatura del estado del dictador Franco quien, tras fracasar en su intento de golpe de estado militar para derrocar el legítimo régimen de la segunda república, provocó una guerra civil fratricida y un posterior genocidio de los defensores republicanos, tratando así de consolidar la posterior dictadura de inspiración nacionalcatólica instaurada por él mismo.

Juan Carlos I no solo se convirtió en un dócil heredero del dictador desde el primer momento, sino que nunca abjuró públicamente de sus orígenes franquistas. Como tal, se erigió en una figura imprescindible de una transición a un sistema monárquico parlamentario en la que no fue cuestionado ninguno de los pilares que sustentaron la dictadura franquista anterior. La monarquía, la iglesia católica y, en general, todos los apoyos económicos y militares del franquismo conservaron sus privilegios.

Todo ello fue posible por el abandono del ideario republicano por parte de los dirigentes de los partidos de oposición democrática, que asumieron que era el único camino posible para alcanzar un sistema democrático. Naturalmente, esta maniobra necesitó de artificios imprescindibles para que el pueblo olvidara las raíces franquistas de la nueva monarquía. Todos los medios de comunicación de mayor difusión en el país llegaron a un acuerdo, nunca escrito, por el que cualquier noticia de posible influencia negativa para la monarquía, era sistemáticamente ocultada. La familia real era siempre presentada como ejemplar, de costumbres sencillas e íntegras, cercana al pueblo y de inquebrantables ideas democráticas.

Pero la podredumbre moral terminó rezumando a través de los poros de esas pantallas mediáticas. Era lógico que los comportamientos corruptos habituales durante la dictadura hubieran pasado con facilidad a sus herederos y, finalmente, distintos indicios y pruebas de supuestas aventuras cinegéticas, extramatrimoniales, cobros de comisiones, cuentas suizas y testaferros para ocultar patrimonio terminaron saliendo a la luz.

La solución fue a la vez drástica y sencilla. La rápida abdicación de Juan Carlos I fue tomada como eficaz bálsamo contra el creciente desprestigio de la institución monárquica. Creada para él la novedosa figura de rey emérito, su hijo Felipe pasó a ocupar el preciado cargo de jefe del estado como rey de España. Una nueva campaña mediática para ensalzar las cualidades del flamante y recién nombrado rey fue puesta en marcha y los partidos políticos monárquicos herederos de la transición se alinearon sin rechistar con el nuevo monarca. ¡No solo no se expulsó a uno, sino que se puso a otro más!

Pero no todo salió bien. El conflicto catalán ha sido una fuente de problemas para el nuevo monarca quien ha tenido que tomar públicamente partido por quienes se oponen a cualquier consulta sobre la independencia de Cataluña, perdiendo así automáticamente el papel de mediador en conflictos que se le otorgaba anteriormente. El papel de garante de la unidad de la patria, heredado de la dictadura, desapareció también instantáneamente. A la creciente pérdida de popularidad entre los jóvenes, se unió la pérdida irremediable de gran parte (de hecho la mayoría) de la población catalana y, es de suponer de otra gran parte de la española.

Y los supuestos problemas de corrupción siguen coleando, Los partidos monárquicos han contenido in extremis en la Mesa del Congreso la comisión de investigación pedida por Unidos Podemos, ERC y el Grupo Mixto sobre las supuestas actividades irregulares del Rey Juan Carlos mencionadas en una conversación grabada por el excomisario José Manuel Villarejo a Corinna zu Sayn-Wittgenstein, amiga personal del monarca.

Simultáneamente, el Congreso ha vetado las preguntas de Podemos sobre el caso Corinna basándose en que la Monarquía no debe entrar en control parlamentario, un reconocimiento implícito de su carácter antidemocrático. Y finalmente, la Audiencia Nacional, ha dado carpetazo a la investigación de las grabaciones de Corinna Zu Sayn-Wittgenstein en las que acusaba a Juan Carlos I de corrupción, tráfico de influencias, y de ocultar cuentas bancarias Suizas. El juez concluye su auto afirmando que Don Juan Carlos fue Rey de España hasta el 19 de junio de 2014 y, por tanto, en todos sus actos y acciones hasta aquella fecha, en virtud del artículo 56.3 de la Constitución, la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Otra bofetada a cualquier aspiración democrática en la justicia española al tratar con asuntos de la monarquía.

¿Y qué efecto tiene todas estas revelaciones en la opinión pública? ¿realmente es posible que la monarquía salga de rositas? Una reciente encuesta realizada por “Ipsos Global Advisor”, advertía que el 37% de los españoles cree que abolir la monarquía sería lo mejor para el país, el peor resultado entre todas las monarquías europeas. Y, ayer mismo, la encuesta de “SocioMétrica” para el diario “El Español” confirmaba que el 37,1% de los españoles es partidario de una república como forma de Estado, mientras que los partidarios de la monarquía bajaban ya del 50 %. Un declive que solo puede acentuarse en los próximos años a medida que las nuevas generaciones alcancen la mayoría de edad.

 

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