Almacén de ambigüedades

Tan lejos, tan cerca

Antonio Monterrubio escribe sobre los 'cultos del cargo' de la Melanesia, idolatría de una promesa de mercancías, y se pregunta si somos tan distintos de aquellos a quienes despreciamos como primitivos.

/ Almacén de ambigüedades / Antonio Monterrubio /

La escena ha sido dramatizada muchas veces. En un rincón perdido de Melanesia o Papuasia vemos una rudimentaria pista de aterrizaje en un claro de selva. A su alrededor los dispositivos que pueden esperarse en un pequeño aeródromo: hangares, torres de control, centros de comunicaciones o balizamiento. Todo, eso sí, construido a base de palos, ramajes, hojas, bambú, lianas y paja. Nos encontramos en un alto lugar del culto del cargo. Los nativos, algunos de los cuales escudriñan el cielo sin descanso, aguardan de un momento a otro la llegada de los aviones portadores de la ansiada remesa. Por fin podrán poner sus manos sobre fantásticas riquezas materiales, radios o motocicletas, linternas o relojes, alimentos enlatados o teléfonos. La película semidocumental italiana Mondo cane puso al gran público occidental en contacto con estas creencias. Este asunto ha sido tomado, incluso en medios académicos, como prueba evidente de una radical inconmensurabilidad entre el modo de ver primitivo y el civilizado. En el mejor de los casos, se presenta de forma elemental el fondo ideológico del culto. Los blancos, a los que no se ha visto realizar trabajos que puedan haber producido esos maravillosos artilugios, son los únicos que disfrutan de ellos. Seguramente lo que ocurre es que los aviones —y antes que ellos los barcos— colmados de regalos destinados a los papúes son desviados de su rumbo por los blancos. ¿Cómo? Quizá gracias a esos poderosos dioses de los que hablan los misioneros, o del mismo panteón aborigen, obligado de alguna manera a servir a los occidentales. Esos aspectos están ahí, aunque el fenómeno es demasiado complejo para despacharlo acudiendo a un primitivismo incapaz de aprehender la naturaleza de las cosas.

Road belong cargo de Peter Lawrence, investigación de campo llevada a cabo en el pequeño distrito de Madang meridional en Nueva Guinea, es uno de los estudios más profundos sobre el cargoísmo. El antropólogo identifica cinco oleadas en el periodo comprendido entre 1870 y 1950, en cada una de las cuales variaban las bases ideológicas, oscilando del paganismo al cristianismo o buscando un cierto sincretismo. Era distinta la condición que se atribuía a los blancos, así como la actitud recomendada en relación con ellos. Los indígenas iban cambiando de estrategia al constatar el fracaso de la anterior. Algunos políticos podrían aprender bastante de ellos. El autor conoció personalmente a militantes en los últimos de esos movimientos, en particular a su cabecilla, Yali, que junto con otros nativos, había participado en operaciones bélicas al lado de las tropas australianas frente a los japoneses. De hecho fue un héroe de guerra, y al igual que sus compañeros, creyó que tras la victoria todo mejoraría para ellos. Craso error. Cuando fueron a Port Moresby, la capital, les esperaba una amarga sorpresa. «La recompensa que Yali había imaginado, a saber la libre disposición de un cargo lleno de mercancías, quedaba totalmente excluida. El funcionario lo sentía mucho, pero no podía tratarse más que de una propaganda hecha, en tiempo de guerra, por oficiales irresponsables». Se encontraron con la enésima versión de «rostro pálido tiene la lengua partida».

Nada tiene de extraña la conclusión que sacó el líder papú. «Las dos rutas del cargo estaban cerradas. Los misioneros estaban decididos a mantener al pueblo en la ignorancia de su secreto y a la vez, eliminando el culto de los dioses paganos y las ceremonias en honor de los muertos, los privaban de los beneficios de la antigua religión. Los indígenas quedaban en el limbo, privados de las ventajas de una y otra religión. Además, la Administración había roto las promesas que había hecho durante la guerra». Otro detalle no le pasó desapercibido en sus visitas a Australia. Por más que le mostraran las factorías, reparó en que quienes conducían los automóviles no eran los que los hacían.

Considerar estas apreciaciones una evidencia de pensamiento primitivo irreductible a nuestra racionalidad es, cuando menos, presuntuoso. En el fondo, lo que nos distingue de los papúes es que ellos creían que las mercancías eran ofrendas venidas de un difuso más allá, y por aquí sabemos que es necesario canjearlas por montones de papelitos de colores. Pero sobre el origen y producción de esos artículos tan apetecidos, las ideas de muchos occidentales son tan míticas y fabuladas como las melanesias. Por otro lado, la veneración reservada para los cachivaches más preciados es equiparable. No media gran distancia entre el nativo subido a su pseudotorre de control, esperando la llegada de objetos prodigiosos, y los que hacen cola día y noche para el nuevo iPhone o el próximo concierto de Justin Bieber. Incluso ese rasgo —que tanto suele despertar la sonrisa— de creer que se puede entrar gratuitamente en el paraíso del consumo tampoco es desconocido en nuestro entorno. Los juegos de azar, capaces de crear adicciones de complicada solución y cuya peligrosidad social es extrema, denotan una convicción similar. La idea que está en su base es acceder a la abundancia de golpe y porrazo, como a través de una elección divina. No hay más que ver los festejos desaforados y asaz alcohólicos de aquellos a los que el Gordo de Navidad o el Niño permiten dedicarse a la artesanal tarea de tapar agujeros. ¡El cargo ha venido y nadie sabe cómo ha sido!

Los indios kwakiutl de las islas de Vancouver, en las costas del Pacífico canadiense, son autores de complejas esculturas en troncos de árboles, equivocadamente llamadas postes totémicos, que expresan los ancestrales títulos asumidos por el jefe de la aldea y son símbolos identitarios. Amén de esas magníficas obras, fabricaban máscaras de gran mérito que atrajeron la atención de antropólogos de la talla de Lévi-Strauss, el cual las reproduce y estudia en La voie des masques. Pero por lo que son famosos en círculos más amplios es por la costumbre del Potlatch que comparten con otros pueblos de la zona como los haida, los tsinshian o los tinglit. Consiste en un intercambio de obsequios y ofrendas de alto contenido agonístico. Se organizan elaboradísimas fiestas y celebraciones en el curso de las cuales se hacen a los participantes regalos inestimables, o en ocasiones directamente se dilapidan fortunas. El objetivo es glorificar al donante, incrementar su prestigio y elevarlo por encima de los otros posibles suministradores de bienes. En los cimientos del sistema se sitúa la obligación para los dignatarios rivales de responder a tales muestras de magnanimidad con otras aún mayores. No estar en condiciones de hacerlo supone la más grave de las humillaciones y una brusca pérdida de crédito.

Los occidentales, incluidos los antropólogos, imbuidos de esa superioridad intelectual y moral que nos ha sido otorgada por la gracia de Dios, vemos esos hábitos como actos irracionales y gastos inútiles propios de una mentalidad inmadura. Sin embargo, «en este tipo de transacción se compra, si se quiere utilizar este término, honor y poder; y aunque el honor y el poder no sean bienes materiales, la mayoría de los hombres les conceden gran valor» (Mair: Introducción a la antropología social). Pero quedarse en la competición por el estatus no explica suficientemente el fenómeno. Los largos preparativos de un potlatch, la acumulación de los alimentos y artículos que se iban a devorar y a dispensar, la implicación de aldeas enteras no pueden remitir a una recompensa espiritual en forma de aumento de la reputación del jefe y el pueblo. Cantidades ingentes de bayas, pescado, pieles, mantas o aceite cambiaban de manos en medio de festines gargantuescos. Pese a que los indios de la costa noroeste canadiense y de Alaska eran conscientes de que el prestigio no lo es todo en la vida, esa lucha por ser el más cegó a no pocos etnólogos sobre la realidad que yacía en el fondo. «El sistema económico de los kwakiutl no estaba puesto al servicio de la rivalidad de estatus; antes bien, la rivalidad del estatus se orientaba al servicio del sistema económico» (Harris: Vacas, cerdos, guerras y brujas). Diversos autores han señalado también el significado simbólico, la incidencia política o la importancia ecológica de estas ceremonias. Suttles y Pidocke han estudiado cómo las entregas de víveres a las que se procedía en los banquetes podían paliar las consecuencias de catástrofes naturales. Solo cuando al cabo del tiempo un pueblo permanecía incapaz de ofrecerlas su buen nombre se evaporaba.

Parece adecuado enmarcar el potlatch dentro de los dispositivos de intercambio redistributivo (Harris: Antropología cultural). Se aproxima bastante a los que se practican en Melanesia y Nueva Guinea en torno a los llamados grandes hombres. En conjunto, la finalidad es asegurar la producción y el reparto de riqueza. Pero esos mecanismos son frágiles y pueden degenerar con facilidad. En el caso de los kwakiutl, la llegada de los blancos y las epidemias que portaban redujo su población de 10.000 en 1835 a 2000 en 1900. Este declive demográfico acelerado provocó una fractura social y económica irreparable. Se abandonaron aldeas, se dispararon los conflictos armados y los potlatch se volvieron más radicales. Se quemaba grasa de pescado, mantas o pieles. A veces por accidente o deliberadamente, ardían enormes casas de madera. Ante esos espectaculares síntomas de decadencia, algunos etnólogos decretaron la patología del sistema y de sus adeptos. No se percataron de que, como tantas otras manifestaciones primitivas que observaban aquí y allá, debían más a la aculturación y el desorden introducido por los occidentales que a su fondo original.

Pero centrémonos en la exaltación de los donantes y la glorificación del despilfarro. ¿De qué nos reímos exactamente? En nuestras avanzadísimas sociedades de las TIC y del tiqui-taca, asistimos a peleas de ciervos donde cada cual se jacta de tener el coche más potente, el chalet más impresionante o las vacaciones más lejanas y prolongadas. Ese afán de exhibición del poder pecuniario recuerda la presunción adolescente del pene más largo, y por muy buenas razones, como saben los psicoanalistas. El concepto de consumo conspicuo que Veblen acuñó en Teoría de la clase ociosa (1899), aplicado al comportamiento de los ricos estadounidenses a fines del siglo XIX, es cada vez más actual. Puede exponerse sucintamente así: «el despliegue en público de bienes de gran precio y el uso de servicios costosos como alarde de posición» (Barfield [ed.]: Diccionario de antropología).

En las sociedades occidentales, ese gasto ostentoso forma parte integrante del modus vivendi de numerosos individuos, puedan permitírselo o no. En nuestro ecosistema, ser es poseer. La persona es definida por aquello que tiene, material y cuantificable, independientemente de su utilidad o calidad. Pero a pesar de las arengas de los botarates de turno, la verdadera pompa solo está al alcance de los elegidos. Los demás habitan el sueño narcótico del como si. Somos testigos de ridículos pavoneos del género «está todo pagado» o el condescendiente «deja, que ya pago yo» hasta en los ambientes menos favorecidos, en oscuros bares de húmedas paredes. Y qué decir de los banquetes y recepciones que acompañan bodas, bautizos y comuniones, en los que no solamente hay una disipación absurda de recursos, sino también una clara rivalidad. Pues de los invitados se espera que pasen a su vez a anfitriones, llegado el momento. Estos y sus próximos asumen el reto de que su fiesta sea todavía más espléndida y derrochadora. Si eso no es una estructura de tipo potlatch, que venga Franz Boas —que los presenció hacia 1890— y lo vea. Tenemos ejemplos a mano tanto de la versión competitiva como de la destructiva. En los fastos de la Navidad, sus cenas y comidas pantagruélicas, una inconcebible porción de alimentos termina en el contenedor, y el resto pone a prueba la solidez de los aparatos digestivos. Los regalos para niños y mayores constituyen oceánicos dispendios sin relación con la utilidad o el deseo. Una colección inacabable de despropósitos de los que difícilmente podrían dar razón quienes participan en ellos. Y en estas costumbres tan civilizadas y elegantes no encontraremos motivaciones redistributivas o ecológicas. Peor aún: nuestro nivel de exhibicionismo y dilapidación está superando ampliamente la capacidad de resistencia del planeta.


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.

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