Los años sesenta del siglo XX se balanceaban entre la agitación de la guerra fría y las utopías que cincelaron futurismos robóticos y nuevos amaneceres arcoíris. La tecnología, reflejo de aquellos años, miraba a las estrellas, pero también a la esperanza de poder tener cerebros electrónicos. La inteligencia artificial (aquella inteligencia artificial) se cocinaba en monstruosos computadores de transistor con no más memoria que una calculadora-agenda de 1990.