Abandono en el gallinero

Reveloca estaba harta de tanto cacareo y tanta pluma revoloteando en el aire. La pelea de gallos había terminado, pero la nube de pelusa seguía flotando en el ambiente. Como cada mañana desde la semana pasada, miró hacia arriba camino a su ponedero. En la eterna oscuridad atravesada por estrechos haces de luz que se escurrían entre los tablones, hoy ni siquiera se veía la intrincada madeja de tubos que cubría las paredes y el techo del gallinero. El hedor a heces y madera podrida ya era difícil de apreciar debido a la costumbre, pero es que hoy era sencillamente indistinguible bajo el marcado olor a plumón de las pollas.  

 

Cada gallina avanzaba hacia su rampa empujando su propia pelotita de goma sin apartar la vista de ella. No necesitaban mirar a su alrededor para llegar a su puesto; las bolas eran translúcidas y tenían cientos de cristalitos facetados y coloridos en su interior. Podían ver su camino y el de sus compañeras entre los divertidos reflejos que se formaban dentro de ellas. Hoy las picoteaban por el camino, cacareándoles e incluso azuzándolas algunas veces con las alas. No era de extrañar, los colores de las plumas suspendidas en el aire tras la pelea de gallos creaban reflejos turbadores en los cristales de sus bolas y eso las alteraba más de lo habitual. 

Reveloca se subió a su rampa y dejó que la llevara hasta su jaula. Tardó un rato en llegar a su puesto; ya era una gallina vieja y estaba a dos plantas del techo. Encajó su trasero en el desagüe de metal y colocó su bola en su sitio, enfrente de ella, colgando de la puerta de la jaula. Al poco ya estaban todas en su lugar y los gallos se reunieron en el centro del gallinero, pavoneándose al inicio de las rampas, alrededor de su Gran Bola de goma y cristal. Estratégicamente colocada, les permitía observar cada jaula, escrudriñando entre sus reflejos internos en busca de cualquier signo de subversión.

No tardaron en poner el primer huevo, que fue succionado y transportado por las intrincadas cañerías hacia lo alto, haciendo sonar la primera campanada del día. La ruidosa, contaminante y enigmática maquinaria del techo del gallinero convertía sus huevos en pienso, y con cada esperanzador tintineo una escasa cantidad del preciado alimento llovía desde un tubo que se perdía entre la pelusa en las alturas, hasta caer junto a la base de las rampas, lista para ser administrada por los gallos. Penacho Radiante picoteaba su parte, y luego los demás tomaban lo suyo y arrastraban el resto con los dedos hasta las rampas, convirtiendo las raciones que subían traqueteando hasta las jaulas en exiguas pizcas de pienso que se acababan en tres picotazos.

—¡Esto es un ultraje!¡Cada vez tenemos que poner más huevos y nos dan menos pienso!¡Y encima Penacho Radiante nos dejará a las Brown sin nada!—Muchopicoca aleteó tanto que se elevó y chocó con su techo, que era el suelo del ponedero de Padefoca.

—Siempre igual cuando pierden las peleas. Podrían dejar de gritar, que así no hay quien ponga tranquila —protestó Padefoca.

—¡Ves, eso es lo que quieren! Que nos callemos. Las Brown estamos mejor calladitas —exclamó Muchopicoca batiendo las alas, contribuyendo aún más a la nube de plumón.

—¡Qué gracioso! Si la miras de lado se ven gusanitos de colores —comentó Ludoca mirando su pelota.

—En la mía Muchopicoca no se refleja si la miro de frente. La pena es que no se calle de una vez —comentó Padefoca.

—No me voy a callar porque me lo diga una Ross —contestó Muchopicoca.

—¿Qué pasa, que tu gallo perdió la pelea? Déjanos poner tranquilas, bonita. Algunas aportamos en lugar de estar todo el día quejándonos —replicó Padefoca.

—Seguro que tú apostaste por Penacho Radiante… De una Ross como tú me lo esperaba, pero las Hisex Brown han sido unas miserables traidoras. Las Isa Brown sabíamos que esto pasaría —continuó Muchopicoca—, pero esto no quedará así. Cualquier día nos pondremos de acuerdo y mataremos a picotazos al maldito Penacho Radiante.

—Pistqui, pistquiii. —cloqueó nerviosa Panopticoca, arrancándose una pluma de un picotazo—. Yo que tú no diría esas cosas delante de tu bola. Te verán los gallos. Te verán con su Gran Bola y leerán tu pico.

—¡Diré lo que me de la… —pero Muchopicoca cerró el pico de repente.

—¿Qué?¡¿Qué?!¿Has visto el ojo de un gallo? —Panopticoca se arrancó dos plumas más.

—No estoy segura…—cloqueó temblorosa Muchopicoca, mirando fijamente su pelota.

—Te lo he dicho, te van a ver en la Gran Bola y te van a quitar el pienso. —Panopticoca buscaba más plumas que arrancarse, pero no las encontró.

—No se enteran de nada, ¿verdad Reve? —era Robotoca desde la jaula de al lado—. Si dejaran de mirar el color de sus plumas en los reflejos de sus bolas, se darían cuenta de que el gallinero necesita unas reformas. ¿Has visto cómo están algunos tubos, Reve? Se están corroyendo de tanto urato, no me extraña que cada vez produzcamos menos pienso. Y hay varias vigas que se están pudriendo; como sigamos liberando residuos sin control, el gallinero se vendrá abajo.

—No se ve el techo —cloqueó Reveloca mirando hacia arriba, sin esperar que nadie la escuchara.

Reveloca estaba ausente. Llevaba varios días así, desde que despertó en mitad de la noche y vio una tenue luz en el techo. Detrás de los tubos se había abierto una trampilla. Su vista estaba cansada y el sueño lo emborronaba todo, pero aseguraría que vio a una paloma enseñando a su hija el gallinero, cantaleando mientras defecaban desde lo alto encima de las cabezas apretadas de sus compañeras dormidas. Y sobre las cabezas de los gallos. No podía quitarse de los oídos ese gorjeo burlón.

—¿Has dicho algo? —le preguntó Robotoca.

—No, nada. Que con tanta pelusa y tanta mierda en el aire no se ve el techo.

—Es un problema, sí. El gallinero se está volviendo insostenible. Creo que con una dieta más rica en proteínas y un poco de ingeniería ovótica…

—Tú lo solucionas todo con tecnología.

—Pues claro, ¿cómo si no? —replicó Robotoca dejando a un lado el soldador y quitándose su diminuto yelmo—. Te voy a enseñar una cosa, Reveloca. Mira tu bola. Desde donde estás, debes ver arriba a la derecha un grupo de reflejos rojos con un punto verde en el centro. ¿Lo ves?

—Sí.

—Tres granos hacia abajo. ¿Me ves?

—Sí. ¿Quién es la que está al lado?

—No es un quién, es un qué. Esto, Reveloca, es el futuro. ¡Una gallina ponedora completamente artificial! Bueno, las plumas son mías, porque me daba un poco de grima. Los huevos autorreplicantes siempre acaban por dejar de replicarse, pero esto… ¡Esto el futuro, Reveloca!¡Esto hará que por fin podamos dejar de poner!¡Nos hará libres!

—Robotoca… —El facewing de Reveloca era para enmarcarlo—. ¿Me dejas que te haga una pregunta?

—Claro, pero si es lo que creo que estás pensando, no. No es un gallo. No pisa.

—No, Robotoca, no. Es sobre los huevos autorreplicantes. Hace un mes por fin conseguiste que funcionaran, y ¿qué pasó cuando se los diste a los gallos?

—¡Fue brutal!¡La producción de huevos aumentó un 300%! 

—Y…

—Y luego vino la crisis de los tubitechos desmoronantes. Todos escuchamos los temblores allí arriba y vimos como caía el polvo. 

—¿Y qué pasó con el pienso?

—No te entiendo. ¿Como que qué pasó con el pienso?

—Tú inventaste los huevos autorreplicantes para que hubiera más pienso para todas nosotras sin necesidad de poner tantos huevos, ¿no?

—Ya veo por donde vas. La crisis de los tubitechos desmoronantes provocó que hicieran falta más huevos para la misma cantidad de pienso. Hasta Ludoca lo sabe. Los gallos subieron a la buhardilla y confirmaron nuestras sospechas. Si vas a empezar con tus teorías de la conspiración puedes guardarte tus…

El cacareo de Robotoca se le antojó cada vez más lejano y difuso, hasta que se perdió en el alboroto del gallinero. Era inútil. Era imposible hacerlas entrar en razón. Tendrían que verlo con sus propios ojos. Tendría que enseñárselo para que la creyeran. Eran esas malditas bolas que las hipnotizaban. No sabía si era que la suya no estaba bien hecha, pero no creía que le hiciera el mismo efecto que a las demás. Si miraba era por mero aburrimiento, porque se sentía sola, pero no entendía el entusiasmo de sus compañeras. Ya estaba mayor, dos plantas más y todo se habría acabado, sería carne de pienso. No es que le preocupara la muerte, lo que le preocupaba de verdad era saber que desde que tenía uso de razón lo único que había hecho era poner y poner y poner, y ahora sabía que allí arriba alguien se reía de sus estúpidas vidas. Ese cantaleo burlón resonando en su cabeza...

—¡Cloaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaagh!

Ese graznido era sin duda el de Muchopicoca; venía de abajo a la izquierda. Reveloca miró en su bola, pero no vio nada. “Al cuerno”, se dijo, abrió su jaula y asomó la cabeza. El trasero de Penacho Radiante sobresalía de la jaula de Muchopicoca, y todo estaba salpicado de sangre. Miró alrededor, barriendo el gallinero con rápidos giros de su cuello. Ni una sola gallina asomaba la cabeza. El silencio era más espeso que la suciedad que flotaba en el ambiente. Ese silencio se le hundió más profundo en la pechuga que el último graznido de dolor de su compañera. Perdió por un instante la noción del tiempo, y cuando volvió a mirar hacia abajo, su mirada se cruzó con la de Penacho Radiante, que soltó inmediatamente el cadáver que estaba arrastrando.

Saltó intrépida al vacío, desplegando sus alas en un gesto épico. No era valentía; era la entereza que da la resignación ante lo inevitable, el ímpetu imparable del que no tiene nada que perder, el ardor de la vela justo antes de extinguirse, las alas que otorga la… las alas, las alas con las puntas cortadas religiosamente en cada muda. 

Graznó como una loca mientras caía en parábola hacia los gallos, que la miraban picoabiertos, preguntándose como bobos si aquello que caía del cielo cubierto de plumas y cada vez más gordo era para comer o para pisar. El trasero de Reveloca golpeándoles en la cara no les dejó tiempo para responder su duda existencial, y del caos de pluma y polvo que siguió, Reveloca resurgió rampante y con pánico renovado. Saltó, se aferró, planeó, corrió a trompicones por las rampas, volvió a saltar y aferrarse y a saltar una y otra vez, subiendo como impulsada por la algarada de gallos enfurecidos, que ya sea cachondos, hambrientos, o sedientos de sangre, la seguían picándole los espolones.

A unas pocas jaulas del techo, Penacho Radiante le salió al salto extendiendo sus alas y alzando sus garras augurando un sangriento final. Pero contra todo pronóstico, una gallina metálica apareció saltando detrás de él, asestándole con su tarso un golpe maestro de karate en el hombro que lo dejó fuera de combate. Reveloca se impulsó en el cuerpo de su enemigo y, esta vez sí, batió las alas y se elevó unos metros más hasta el lugar donde días atrás adivinó la trampilla de las palomas, y forcejando con el pico, gastó sus últimas fuerzas para abrirla, justo antes de caer.

Mientras caía de dorso, pudo ver con satisfacción como había sorprendido a las palomas con los picos en la masa. Todas lo verían ahora. Montones de huevos cuidadosamente ordenados en las paredes de la buhardilla, un palomo en una bañera llena de pienso con dos tiernas pollitas a su lado que se apresuraron en taparse sus vergüenzas, y la luz, la luz radiante entrando por ventanas del tamaño de jaulas enteras. Todas lo verían ahora. Por fin comprenderían. Si es que dejaban por una vez de mirar sus puñeteras bolas y alzaban la vista al techo.

—¡Qué horror!¿Lo habéis visto? —cacareó Ludoca mirando su bola— ¡Una compañera se ha vuelto loca y ha matado a Penacho Radiante!¡Y ha destrozado muchas tuberías!¡Qué fastidio! Ahora tendremos que poner más huevos todavía.

—Siempre igual, al final, por las cluecas pagamos las ponedoras —sentenció Padefoca.