Apócrifo de la Ilíada (el precio de la inmortalidad)

Cantad la cólera, musas, del pelida Aquiles, maldita, que causó a los aqueos incontables dolores y precipitó al Hades muchas valientes vidas de héroes y a ellos mismos los hizo presas para los perros y las aves todas.

Cantad hasta que los montes y los mares consumen su aplazado matrimonio, hasta que no queden en el mundo oídos que negaros puedan su atención, hasta que madure la bullente pulpa de la Tierra y esparza por el Cosmos sus fatigadas semillas. Cantad, musas embusteras, embaucadoras de hombres, hasta que el Olimpo entero implore clemencia con los ojos anegados en llanto, cantad en el desierto de la historia, en los páramos de Chronos, en los hielos de Leteo, pues de todos modos resonará mi voz, justiciera, incapaz ya de callar lo que el orbe ha de saber por más que imponga silencio la asamblea de los dioses todos.

Los cronistas son gentes que, hartas de ordeñar una vaca que no quiere dar más leche, acaban por ordeñar un toro. También los historiadores. De los héroes viven, y empeñados en buscarlos agotan la luz de sus ojos entre piedras centenarias y escrituras sin sentido a la caza de la prueba que refrende sus asertos; así como escoge la cabra los más suculentos bocados para su inmunda boca, así eligen ellos lo que mejor se acomoda a la tesis que empeñaron; igual que el que busca oro aparta la grava y la deshecha, y el que busca carbón menosprecia la pizarra, así el historiador se deshace de documentos y testimonios que no refrendan su idea.

Después llegan los poetas y reinventan lo inventado, y aunque no buscan fe ciega, malamente se acomodan a pintar debilidades en los protagonistas de sus ficciones, porque tienen que ser grandes los que grandes empeños acometen.

Ah, Troya, divina Troya, que te llevaste a los mejores en un torbellino fratricida, insensato, en una lucha de gigantes enfebrecidos que no ha conocido par entre los siglos. Ah, Troya, ciudad maldita, enemiga de los Hombres, que acabaste con la vida de aquellos que eran ejemplo y enseñanza de los niños, orgullo de los ancianos, baluarte de sus hogares, enseña de la tierra que la tierra alimentó y al fin abrazó en su seno sin que de nada sirviera tanto esfuerzo por alumbrar seres nuevos, orgullosos, capaces de reclamar a Zeus el dominio de los astros. 

Y todo por una mujer que, aún siendo hermosa, no valía la mitad que una sola de las que hubieran engendrado aquellos guerreros formidables. Todo por una mujer que de buena gana hubiera entregado Príamo de haber estado con él, en vez de hallarse en Egipto, en manos de Proteo, donde malos vientos la habían llevado en compañía de Alejandro. Fue así como los griegos, acampados ante Ilio para exigir satisfacción por la injuria que se les había hecho no hallaron más que promesas y buenas palabras entreveradas con la memoria de lo que ellos mismos habían hecho con Medea. También lo supo el poeta y prefirió callar, porque no sirve a las musas el que no sabe fingir. 

Pero yo no he de guardar más tiempo este silencio rancio, esta verdad que me oprime el pecho con flejes incandescentes, esta historia que arrastro tras mis pasos como el buey arrastra el arado por un campo en exceso pedregoso.

No pudieron los troyanos entregar a una mujer que no tenían, y encendida la avaricia de los aqueos por las muchas riquezas que adivinaron en la sitiada ciudad, dieron al olvido el origen de la querella y juraron no volver a casa con las manos vacías. Muchos hay que, como ellos, acuden a una ejecución pública y nada más enterarse de que el reo ha sido perdonado por la indulgencia del gobernante, enseguida buscan otro que lo sustituya en el patíbulo, pues menos importa quién muere que el común deseo de contemplar una muerte.

Así los griegos, cegados, como el toro que no embiste al enemigo sino a todo el que se mueve, pusieron sitio a su propia destrucción y no cejaron hasta alcanzarla. Mas también la sinrazón viste su propia grandeza y la locura se hizo epopeya de tanto esfuerzo y tesón como emplearon en ella.

¡Cuanta sangre derramada, cuanto lodo rojo que ni siquiera halló la mano redentora de un alfarero para darle nueva consistencia, renovada utilidad!, ¡cuantos vientres se marchitaron aguardando la semilla de aquellos hombres! Si hubiera justicia en el cielo, si no fueran los dioses una absurda camarilla de borrachos y fornicarios, si en verdad los buscadores de leyendas persiguieran algo más que el herrumbroso resto de unas armas como rapaces buhoneros, ¡no habría gloria en el mundo para repartir entre los héroes de la gesta que alumbró el Bósforo!

Vaga mi memoria por el sol de aquellos días, brillantes como lanzas, como bruñidas rodelas, empapados en combates muchas veces traicioneros, encarnizados siempre, sin excepción gloriosos, porque nada importa si se gana o si se pierde: sólo importa luchar, luchar hasta el olvido de uno mismo, hasta el exterminio de la fatiga. Nada valía tampoco la causa, la primera causa: aquella mujer, maligna, que logró enfrentar dos pueblos, ni las razones de Príamo, ni los cálculos de Agamenón. Oigo todavía los atrocísimos gritos de los guerreros, las impensadas bravatas, los aullidos de dolor, los cascos de los caballos llamando a sus propias tumbas, el silbido de las flechas que arrojaba Teucro, la risa de Diomedes, y lo mismo que los trigos se remecen sin remedio cuando el viento los azota, así vibra todavía el corazón de este viejo con tan distantes recuerdos.

Ciegos de cólera, de justa cólera siempre, desgranamos amenazas emplazando a los mismos dioses a saltar al escenario, y gozamos la delicia de verlos, victoriosos o vencidos, quebrantar las leyes que ellos mismos impusieron. Y los pedazos de esas leyes sembraron el mundo de prodigios, de vivientes imposibles, vivientes incoherencias y vivientes desatinos, menos pruebas de poder que de impotencia, más demostración de mezquindad que de magnificencia.

Pero los dioses no entienden de razones, acaso porque la razón no fue creación suya, y sorprendidos por tamaño descubrimiento bendijeron el día en que nacieron los Hombres y pronto se hicieron tan miserables como ellos, enfrentando su olímpico tedio con perpetuamente renovados dislates.

Fue la contemplación de la divina vesania lo que insufló en muchos pechos el ansia de libertad, imprudente, que nunca ha llegado a apagarse, el deseo de conocer todos los caminos sin que para nada importe lo recto o sinuoso de su trazado. En ese parto vieron la luz el orgullo del bandido y el valor del temerario, la sonrisa del traidor y el pretexto del culpable, el descaro del mediocre y el sudor del envidioso.

Y nació también el miedo: el de los que no querían dejar esta vida para compartir la espuria gloria de los dioses, el de todos los que amaban el mundo con inquebrantable arrojo y no se resignaban a que tal esplendidez fuera artificio ajeno.

Pero no fue el desprecio al Olimpo ni el amor a lo terreno lo que provocó el encuentro de Aquiles con su perdición.

¡Oh, Aquiles, el héroe, el invencible, el valiente campeón de las batallas! ¡Oh, Aquiles el sobrio, el adalid de la justicia, el que nunca bebía hasta la embriaguez, ni luchaba hasta la extenuación ni amaba hasta el delirio! ¡Oh, Aquiles, el grande, el llamado desde niño a realizar las mayores de las hazañas! ¡Oh, Aquiles, el que supo con certeza que no hallaría el valor preciso para la hora decisiva y no pudo soportarlo!

Así fue cuando consultó al oráculo y le fue mostrada la hora de su muerte, alcanzado su talón, su único punto vulnerable, por la lanza del Destino. Y entonces sintió que le faltaba tiempo para llevar a término sus más íntimos deseos, tiempo para embriagarse, para desfallecer de cansancio en la batalla, para amar hasta el suicidio, y no quiso morir.

Incapaz de consumar su vida, no supo desprenderse de ella: con el valor que le faltó para empuñar la espada ante el enemigo la empuñó ante sí mismo y se cercenó el pie maldito de un sólo y poderoso tajo. Nada ya podría matarle.

Disfrazado de mendigo, abandonó lisiado el campo de batalla, dejando atrás a los suyos, la guerra y la dignidad.

Aún sigue de ese modo por el mundo, lamentando su cojera, recordando a cada paso su momento de suprema cobardía. Dicen los pocos que le reconocieron que, consumido su cuerpo por el fuego de incontables años, es tan sólo un manojo de harapos colgando de una mirada.

Y reparte maldiciones, terribles maldiciones, como todos los que deben su vida a una inagotable rendición.

Cuidad, pues, a quién dais una limosna.