La pila de Hércules

No tenía que haberle contado sus inquietudes. ¿A quién se le ocurría hablarle de esas cosas a una arqueóloga? ¿Qué pensaba, que la iba a conquistar con sus ocurrencias? Anoche parecía interesada en su perorata, mirándole embobada a los ojos con la luz de las frías estrellas del desierto reflejándose en sus pupilas, pero ahí estaba ahora. Saliendo de la tienda de Pierre, con el café del desayuno a medio tomar, ambos riéndose a carcajada limpia mientras se acercaban al viejo cuatro por cuatro donde les esperaba.

—Daniel, tu es un génie! La pile d'Héraclès! Pour écouter le transistor! —le soltó Pierre dándole unas palmadas en el hombro, sin parar de reírse.

Sabía que se estaban mofando de él, así que aunque todavía le costaba entender su francés, tardó poco en comprenderlo. Era una de las ideas locas que le contó a Claire anoche. Las inscripciones que habían encontrado en los monolitos la semana pasada le recordaban a esquemas electrónicos. Cada elemento parecía una ubicación en un mapa que abarcaba desde la zona donde se encontraban, cerca de la estructura de Richat, hasta el sur de Europa. A él las columnas de Hércules, a cada lado del estrecho de Gibraltar, le parecieron los electrodos de una gigantesca pila galvánica. Probablemente Claire no se enteró de nada de lo que le dijo en inglés y le habría soltado un batiburrillo de palabras inconexas a Pierre. Y como el señor Doctor en Arqueología tampoco tenía ni puñetera idea de tecnología, no sabía la diferencia entre un transistor de los de escuchar la radio, y un transistor.  

Claire se sentó atrás con Pierre, aguantando la risa como podía, hasta que se giró y la miró de reojo con el mayor desprecio que pudo aparentar. Ella perdió el rictus, mirando avergonzada hacia abajo. Su actuación funcionó; lo que sentía no era desprecio, sino el dolor punzante en el estómago de un pretendiente traicionado por su propia esperanza. Rachid, el guía, cortó la tensión del ambiente cuando puso el coche en marcha y empezó a contar una de sus historias del desierto. 

A Rachid lo entendía mucho mejor, quizás porque el francés tampoco era su idioma natal. Aunque esta vez le estaba costando más de lo normal; a medida que se dirigía hacia el sol naciente, dejando atrás Chinguetti como alma que lleva el diablo, le daba cada vez más y más vueltas para decir las cosas, evitando dar nombres de personas y lugares que en realidad parecía conocer. Normalmente era al revés, sus batallitas venían con pelos y señales, pero cuando preguntabas a alguien por esos nombres nadie sabía nada de ellos. Eso hacía que esta historia fuera más creíble aún. 

Al parecer no era la primera vez que iba con alguien a buscar una “piedra caída del cielo”. Hace muchos años, como nosotros, él y un antiguo amigo suyo vieron una luz en el cielo. No una estrella fugaz cualquiera, sino una que podría haber matado a un halcón, así de bajo volaba. Entonces solo tenían un camello, así que les llevó casi un día de búsqueda, y cuando por fin consiguieron encontrarla, aquello acabó bastante mal. Por lo visto, su amigo se volvió loco de codicia, se llevó la piedra y nunca más volvió a verle. Le vinieron a la cabeza muchas preguntas acerca de aquella historia, pero no era el momento de hacerse notar otra vez. No delante de Claire y su “Pierre tombée du ciel”. Podía escuchar las risitas de complicidad cada vez que Rachid decía eso para referirse al meteorito. 

Se limitó a darle a Rachid las indicaciones de la ubicación que aparecían en el portátil. Según los datos que le había dado un compañero de facultad que ahora estaba en el Instituto Astrofísico de Canarias, si quedaba algo del meteorito, que debería ser bastante pequeño, podría estar en un círculo de un par de kilómetros de diámetro, diez kilómetros al este de Chinguetti. Se dirigirían al centro y trazarían una espiral hacia afuera hasta encontrarlo. 

Durante el trayecto, no podía dejar de sentirse desafortunado. Como becario de apoyo de ingeniería electrónica, un jovenzuelo español en una investigación de arqueólogos franceses, la estrella fugaz que vieron anoche le brindó la ocasión de tomar la iniciativa por primera vez desde que empezó el viaje. Y no sabía como, lo que podía ser su oportunidad de conquistar a Claire, acabó convirtiéndose en la noche en la que descubrió que se tira al jefe. Si lo hubiera sabido, no habría venido a masticar arena en mitad del desierto. Se lo tenía merecido, precisamente por eso. Ese pensamiento casi le reconfortó, y se centró en la pantalla.

El GPS les dirigía a una zona de dunas altas. A unos setecientos metros del borde del círculo donde podría estar el meteorito, Rachid se negó a seguir por temor a que su preciado vehículo se atascara en la arena, o a algo peor; nunca había visto dunas tan altas tan cerca de casa. Daniel se aseguró de tener el reloj sincronizado al portátil y lo guardó en su mochila. Los tres cogieron su equipo y empezaron a subir la duna que tenían delante. Era enorme. Se acordó del funcionario que les requisó el dron “por motivos de seguridad”, sin darles ningún papel a cambio. Tenía claro que no lo volvería a ver, y lo echaba de menos. Ahora mismo se sentiría como un cetrero bereber con su halcón ofreciéndole su visión desde lo alto.

Les costó más de lo que esperaba llegar a la cima; la arena se hundía bajo sus pies y hacía muy pesado el andar. Aún así, las vistas merecieron la pena. Un océano de vastas olas de oro y chocolate se extendía ante ellos. Claire señaló una depresión de color más oscuro que la sombra que le proporcionaba la duna que teníamos enfrente, y Pierre destapó sus prismáticos dirigiéndolos hacia allí. Sorprendentemente, quizás como gesto de reconciliación, se los ofreció a Daniel. Sólo atisbaba una zona ovalada y oscura con algo más claro en el centro, pero no había duda, tenía que ser eso.  

Bajaron apresuradamente, en parte por la emoción, pero sobre todo porque esta vez la gravedad jugaba a su favor. A pesar de su afición a la astronomía y a los años de ellos dedicados a la arqueología, ninguno de los tres había visto un impacto reciente de un meteorito desde cerca. Y mucho menos, contra la arena del desierto. Pero pronto se hizo evidente por cómo deceleraron el paso hasta llegar al borde, que aquello no lo consideraban normal. 

La zona ovalada del suelo que rodeaba al meteorito no era simplemente oscura. Era negra, en su más pura definición de ausencia total de color. Se agachó para mirarlo más de cerca, y recordó La Historia Interminable. Ahora entendía lo que quería decir Michael Ende. Por más que intentaba, no podía apreciar el borde. Lo más sorprendente, sin embargo, no era eso.

—No tiene arena encima —dijo Claire.

Ni un solo grano. En la negra superficie que cubría parte de la falda de la duna, una superficie del tamaño de una pista de tenis, no había ni un solo grano de arena.

—O no lo podemos ver —contestó Daniel.

La curiosidad pudo más que el miedo a lo desconocido. Alargó la mano para tocarlo. En cuanto la tocó con el dedo, tuvo que retirarla dando un respingo. Quemaba. No como el fuego, sino como el hielo. Se miró el dedo. Se había quedado sin un trozo de piel. Pero no estaba ahí abajo. O al menos, no podía verlo.

Probaron con varias de las herramientas de su equipo, y aunque no pudieron extraer muestras, determinaron que aquello era una especie de cristal de dureza mayor que el diamante. Respecto a su temperatura, era algo completamente inaudito, pero no pudieron cuantificarlo; sólo llevaban encima un termómetro sanitario en el botiquín. No tenía ningún sentido. Cuando esparcían arena encima, desaparecía como por arte de magia. Como si se integrara en el cristal. Ocurría con otros objetos pequeños. Pelo. Trozos de papel. Incluso una moneda, que vieron desaparecer lentamente. Los objetos mayores que eso mostraban signos de congelación en la base, y perdían material, aunque a un ritmo lento. Todos tenían curiosidad por saber qué ocurriría cuando al gélido cristal le diera el sol que despuntaba sobre la duna y que ya les estaba abrasando a ellos, algo que ocurriría en cosa de unos diez minutos.

El meteorito estaba muy cerca, a unos diez metros. Era una esfera de un gris plomizo, tal vez metálica, pero sin brillo. En el maletero tenían un termómetro de infrarrojos, e incluso un espectrómetro de bolsillo. Deberían volver a por el resto del equipo. Mientras discutía con Pierre las posibilidades de llegar hasta el meteorito sin ponerse en peligro, y ante sus miradas de pánico, Claire puso un pie en lo alto del cristal. Y luego el otro.

—Creo que podría llegar —dijo Claire.

—Ni se te ocurra —contestó Pierre.

—Bájate de ahí, por favor —tartamudeó Daniel.

Claire hizo caso omiso de sus gritos y les dio la espalda, decidida. Tras dar varios pasos titubeantes, empezó a cogerle el truco a andar sobre el cristal, y sus compañeros dejaron de gritar. A solo cuatro o cinco pasos del meteorito, por fin se callaron, expectantes. Fue entonces cuando Claire extendió las manos como para decir “veis, no pasa nada”, se giró sonriendo, y resbaló. 

Puede que fueran los gritos de dolor de Claire cuando separó su cara y sus manos del suelo. O el primer alarido de frustración y rabia de Pierre cuando tropezó nada más poner el primer pie en el cristal, cayendo de culo en la arena. O las siguientes maldiciones que siguió escuchando a su espalda cada vez más lejos, probablemente porque Pierre seguiría adelante cayendo una y otra vez sobre el frío hielo. Pero Daniel no podía parar de correr duna arriba en dirección al vehículo que le esperaba al otro lado. En su cabeza no había otra imagen que la cuerda que tenían en el maletero.

Tardó menos en llegar hasta Rachid que en darse cuenta de que el bastón rodeado de mantas sobre el que se apoyaba no era tal. Ni siquiera se percató cuando, tras repetirle hasta la saciedad que no tenía la “piedra caída del cielo”, consiguió explicarle la situación y le convenció para que dejara su coche ahí y fuera con él a ayudarle. Lo tuvo que ver con sus propios ojos cuando Rachid abrió el maletero, sacó la cuerda, se la echó al hombro, y con un cuidado y una parsimonia desesperantes, desenrolló su vieja Kalashnikov.

Era la tercera vez que subía esa duna, y esta vez no quería ver lo que había al otro lado. Tampoco lo que tenía a su lado. Sólo quería estar en su casa, lejos de aquel desierto inhóspito y de toda esa gente extraña. Quería estar en casa, con sus padres y su hermana. Con sus amigos. Cualquier lugar era mejor que aquel, junto a un loco con un rifle y con vete a saber qué cosa caída del cielo al otro lado de esa duna. Esa tercera subida se le hacía eterna.

No tuvo que llegar a la cima. La duna encogía desde arriba, pero sabía que no podía ser así. No era el dorado de la arena el que menguaba. Era la negrura del cristal la que avanzaba. Estaba equivocado. Las columnas de Hércules no eran los electrodos de una celda galvánica, productora de electricidad, sino los de una celda electrolítica, consumidora. Y esa cosa negra iba a reproducirse hasta tapar el Sahara para alimentarla. Probablemente usando la luz del sol. Y por lo que había visto, toda fuente de calor que encontrarse a su paso. No iba a quedarse a verlo. Se dio la vuelta y corrió sin mirar atrás. 

Ignoró los gritos de pánico de Rachid. Mientras arrancaba el todoterreno, ignoró sus lejanos disparos contra el frío cristal, aunque resonaron como agujas de acero helado en sus oídos. Mientras se alejaba, ignoró el escuadrón de aviones de combate que se acercaba de frente, sobrevolándole en vuelo rasante. Pero no pudo ignorar el tronar de sus misiles. Nadie ignora lo último que escucha.