Sujétame el cubata (4)

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El año que acababa de empezar, después del de las piscinas, fue el de los rusos y el de los italianos, gracias a los complementos de las rubias, morenas, pelirrojas teñidas y demás variantes incluidas en las piscinas. Los de la cuadrilla del voldka querían ver cómo podían entrar en el negocio de las chicas de alterne y los del vino rosado con burbujas también. Cada uno con sus maneras y sus manías, diferentes pero parecidas. O parecidas pero diferentes, que no es lo mismo.

Ese año tuve que darle uso a la nariz de mala manera. Entre mis sesiones de cama con Inés, las nuevas sesiones a escondidas con Ana, mis negocios particulares y los que me encargaba Enrique, si no hubiera sido por la coca habría muerto. Aunque en realidad creo que ya estaba muerto pero no me había enterado. Siempre había intentado mantenerme lo más lejos posible del maldito talco, pero a la fuerza ahorcan. Y conste que me sentaba fatal, pero era cuestión de estar siempre activo y alerta. Menuda mierda.

Conseguí convencer a Ana de que planear cómo liquidar a Ernesto no era fácil y además peligroso. Muy peligroso. Así que había que pensar un plan mortal pero a prueba de muertes, las nuestras. Y mientras tanto quedábamos los lunes, miércoles y viernes en... ¿Cómo se llamaba aquel hotelito? Hotel Conde, Hotel Duque, Hotel Marqués... algo así, no lo recuerdo. Quedábamos allí tomando todas las precauciones, cada uno iba por su cuenta y con su coche. Yo, además, dejaba el mío aparcado dos calles más allá, por si acaso. Había elegido ese sitio para dejar el coche porque había un café que tenía dos entradas en calles diferentes. Me tomaba un copazo y después de mirar siete veces que nadie me había seguido, salía por la otra calle y de ahí andando al Hotel Conde o cómo coño se llamara. Allí hacíamos planes para liquidar a Enrique y como todos tenían algún fallo volvíamos al tajo del camastro. Supongo que ella lo hacía para motivarme y que pensara un plan sin fallos, un plan perfecto. Motivado estaba, eso seguro. Aunque ella a veces olía a Enrique. Me daba igual. La gracia es que todos mis planes tenían más agujeros que un colador. A mí me hacía gracia, a ella no tanto.

Un día de esos le pregunté por qué demonios quería cargarse a Enrique. Me dijo, en ese tono inocente que me jodía tanto y que usaba para que me cabreara, que también quería que la ayudara a llevar su dinero a Suiza. Le pregunté que de cuánto estábamos hablando. Por reirme un rato. Dos maletas. ¡La leche! Pregunté la cantidad de dinero y me habló de dinero al peso. ¿Cómo tenía tanta pasta? ¿De dónde la había sacado esa muerta de hambre? Entonces se puso seria. Cuando Ernesto ya no estuviera entre los vivos y su dinero estuviera fuera y seguro, me lo contaría.

Inés tenía un apartamento en el centro de la ciudad, un sitio de decoración educada, colores convenientes, jarrones chillones, cuadros que parecían pintados al gotelé y mucha luz natural. Un lujo. En una de esas charlas, mientras ella preparaba la cena, salió el tema de que mis orígenes y mi crianza en una familia tan destruida habían sido los culplables de mi manera de ser y de actuar. Estaba hasta los cojones de esa mierda de salvación religiosa, como si yo estuviera mal y ella estuviera bien. Hasta los cojones. Ese día le conté varias cosas con la intención de que dejara de darme el coñazo con lo de que me podía redimir y convertirme en alguien bueno para la sociedad. ¿Bueno para quién? Vamosnomejodas. Y además, bueno... ¿para qué? Así que le conté que Guillermo, el del barrio, el de la meada en la herida había estudiado magisterio y había sacado oposiciones en un colegio de otro barrio chungo y que allí seguía dando ejemplo de que se puede salir del barro si uno quiere y se esfuerza. Muchas veces, cuando volvía al barrio a cualquier mierda pensaba que le tenía que dar una paliza a Guillermo, por lo de sacarse la chorra y mearse en la pierna cuando éramos críos. Pero como me gustaba que fuera maestro y tratara bien a los niños, decidí perdonarle los huesos. Los iba a necesitar en el colegio. También le conté que mi casi hermana Gloria, digo casi hermana porque hacía muchos años que mi padre estaba desaparecido en combate y el único que podría haber preñado a mi santa era el de la sotana de los sábados. Menudo pájaro trayendo comida y de paso trajinándose a mi puta madre. Bueno, pues Gloria empezó trabajando de cajera en el supermercado del barrio, uno cutre, y llegó a encargada y después la contrataron de jefa de área de una cadena grande dedicada a eso. Simago. Se había casado con un contable honrado y tenían dos chiquillos. Había salido del barro. No sé si le quedó claro que no era mi caso y que no tenía la más mínima intención de ser mejor, que no tenía ni repajolera idea lo que quería decir ser mejor persona y que lo que era, fuera lo que fuese, me parecía bien. Muy bien. Inés abrió la botella de vino y la puso en la mesa. Me dijo algo que no entendí muy bien. Así que lo apunté en un papel, que tengo aquí delante, está viejo, sucio y tiene manchas de vino pero... dice: “Jesús dijo: Si puedes creer, al que cree todo le es posible.” Marcos nosequé... que ya se ha borrado lo que ponía. Las tonterías de Inés.

Un día, no sé cuándo pero hacía frío, así que supongo que todavía sería invierno. Ana, después de un revolcón, me dijo que ya sabía cómo se podía hacer. Y, coño, qué plan más retorcido se le había ocurrido para liquidar a Enrique. Me veía ya sin los lunes, miércoles y viernes de diez a una en el Hotel Comosellamara. Me explicó que le había prometido hacerla modelo de pasarela, así que debíamos esperar a que consiguiera lo suyo y después seguir el plan de cómo liquidarlo. Al menos, de momento, no perdería esos tres días a la semana de venganza. Sí, con Ana era sexo de venganza. No voy a explicar eso, cosas mías que tampoco importan mucho. Si queréis más explicaciones, os jodéis, que no las voy a dar.

Enrique me encargó lo de los rusos y los italianos, que negociara con ellos lo de entrar en el negocio de los complementos. Me dio el caramelito de que además pusiera en marcha parte de mi idea de lavado de dinero con licencias de taxis y peluquerías, que dejara de momento las empresas de reformas. No pregunté por qué había que dejar fuera a los del ladrillo. Uno ya sabe cuándo debe preguntar y cuándo cerrar la boca.

Sabía que me daba eso para ver cómo me las organizaba, también sabía que se blanquearía poco dinero, pero que ya harían números los suyos del traje de chaqueta a final de año. Me estaba diciendo que como la cagara, que me fuera buscando un hoyo donde esconderme o donde enterrarme. Como estaba tan motivado porque ya había perdido el olfato y tenía la nariz como un cartón, puse en marcha el sistema con seis licencias de taxis y una docena de peluquerías que lavaban, secaban y planchaban la pasta sin ningún problema para los inversores. La cosa era muy sencilla, como las peluquerías pagaban por módulos y los taxistas también, se compraban licencias de taxis por encima del precio de mercado, el taxista que vendía se llevaba una pequeña comisión más lo que valía la licencia a precio real, una parte en blanco y la otra en oscuro. Se pagaban los impuestos legales y una parte del dinero ya queda limpio como una patena. Luego, se contratan a dos pringaos por taxi que harán turnos para tenerlo el máximo de tiempo en la calle y en movimiento, se les pagaba una parte del jornal mensual en sobre y con dinero más negro que mi alma y la diferencia de sus carreras diarias para nosotros. Se facturaban gastos y demás puñetas, lo justo para que no cantara. Además de tener una pequeña flotilla de pringaos en taxi, tenías sus licencias que podías vender cuando quisieras. El mismo sistema con las peluquerías, sólo que aquí se incluía compra de local, nunca alquilar. Una parte la pagabas en negro y el resto en blanco, contratas a peluqueros a precio de saldo y al poco te encuentras con que tienes varias peluquerías dando salida legal a dinero oscuro, tengan o no clientela. Facturabas cada año lo justo para que pareciera real y la diferencia para nosotros.

Dimitri se llamaba el cabrón del ruso, un tipo duro pero maricón. No marica, no, maricón. A mí siempre me ha dado igual esto, cada cual hace lo que quiere con su cuerpo y con el de los otros, pero este hijodeputa malnacido maricón era muy hijodeputa. Carlo era el italiano, otro tipo duro más cabrón que el ruso y eso ya era difícil.

Nos vimos la primera vez en el club de Enrique, que nos presentó y dejó en mis manos cómo llevar a buen puerto lo de los complementos de las piscinas. Allí nos dejó a los tres mientras se echaba unos hoyos con algún pez gordo de la costa, y perdía, claro. A propósito, claro. El pez gordo lo sabía, claro.

Dimitri quería montar urbanizaciones enteras en un pueblo de la costa levantina que ya tenía localizado. El ruso quería incluir hombres, porque decía que había mucho ruso aficionado a lo suyo y que allí no estaba bien visto pero que en España era mucho más fácil. Carlo quería montar directamente puticlubs gigantes con neones y doscientas chicas traídas de medio mundo. Ya me estaba oliendo el marrón que me iba a tener que comer. Marrón oscuro. Muy oscuro. El italiano explicó que Enrique ya tenía la imagen de marca para el negocio: Ana. Me enseñó una foto de mi secretaria sin título. Así que el plan de hacerla modelo era ese. Por algo se empieza, pensé en su momento.

Ya por aquel entonces me había fijado en que a Enrique debió pasarle algo con Ana, porque la quería más con ropa que sin ella. Me entraron sudores fríos pensando que quizás ya sabía que la estaba jodiendo a sus espaldas. Pero ya no podíamos hacer nada. Ni ella, ni yo. Había que acelerar el plan para liquidar a Enrique.

 (Continuará...)