El derecho constitucional a cerrar tu puta boca

La frase no es mía. Se la oí por la radio, hace un tiempo, a Ignatius Farray. Los celtas creían que los locos y excéntricos mantenían una conexión especial con los dioses, y no sólo los dejaban a su aire sino que los escuchaban con atención, porque se creía que de su boca salían augurios y sabiduría en un incontrolable torrente.

Ignatius sería sin duda uno de estos personajes. Desde lo trashy y lo raro, debajo de los gritos y los pezones, subyace una inteligencia afilada como una navaja de afeitar (oxidada, eso sí) y una perspectiva de la realidad ciertamente curiosa.

Al lío: venía a decir el loco sabio que la gente interpretaba la libertad de expresión como la obligación de expresar sus opiniones, e indicaba que era una perspectiva errónea: el derecho no implica obligación. Es un sesgo curioso que tenemos el ser humano y del que ya me di cuenta, como quienes decían que el matrimonio gay destruiría la familia tradicional (como si el derecho a casarse con alguien del mismo sexo fuese preceptivo) o que la eutanasia asesinaría a los viejos (como si la facultad de morir fuese una obligación).

La libertad de expresión aparece regulada en nuestra Constitución como un derecho fundamental, que en su artículo 20.1 a) afirma que se reconoce y protege el derecho “A expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción”.

Existe un método de interpretación, o hermenéutico, que consiste en la interpretación a contrario, y con ella nos damos cuenta de que nadie debe silenciarte pero que tampoco nadie te puede obligar a hablar. Y esto se refleja en otra perspectiva:

Tienes derecho a no tener una opinión sobre algo. Tienes derecho a decir que no sabes sobre algo. Tienes derecho a enarbolar el “no tengo ni idea” por bandera, y sobre todo que nadie te recrimine por ello.

El derecho a la libertad de expresión tiene otra dimensión: el derecho a cambiar de opinión. Tendemos todos nosotros, como seres humanos que han evolucionado y sobrevivido en base a sesgos, confundir la coherencia con el inmovilismo intelectual. Desafortunadamente, el cambio de idea sobre algo tiende a verse como una hipocresía, una traición, una blasfemia; es el fichaje de Figo a efectos del pensamiento. Porque, y la tercera dimensión, es el derecho a equivocarte. A cagarla. A no haber tenido razón. A rectificar.

Cuando empecé a fijarme en las noticias sobre el COVID, allá a finales del año pasado y principios de enero, me asusté. Se lo comentaba a mi pareja, amigos y compañeros de trabajo. Nadie sabía nada. Yo estaba intranquilo, y en estos tiempos me he sentido tentado a pensar satisfactoriamente “tenía razón”. Pero luego (paradójicamente, cuando se acercó más el virus a Italia y más cerca estaba) cambié de opinión y en mi fuero interno pensé que era una gripe magnificada. Y cuando estalló aquí, volví a cambiar de idea y vuelvo a estar intranquilo y temeroso.

No me duelen prendas en reconocerlo. Esta es mi opinión, hasta que la cambie, y puede suceder en unas horas, en unas semanas o nunca. Y ejerzo libremente mi derecho a cerrar mi puto pico, a no dejarme llevar por mis estados de optimismo ni mis estados de pesadumbre, ahora que tengo a mi padre en aislamiento y espero que vengan a hacer la prueba.

Abrazo a la epojé como a un amigo, la suspensión del juicio, que no debe interpretarse como pereza intelectiva: no soy experto en la materia, no tengo datos suficientes, mis conocimientos de ciencia, estadística, procesos víricos y demás se limitan a una curiosidad de toda la vida y a una búsqueda enfermiza en estas últimas semanas, lo cual no me convierte en ningún experto ni autoridad sino en una persona más: asustada, temerosa, intranquila y vulnerable, consciente como nunca de la vulnerabilidad de mi propia existencia y de las estructuras sociales que daba por sentadas.

Os animo a que como personas y colectivamente, como sociedad, hagamos uso de estos derechos. Tienes, tenemos, en suma, el derecho fundamental y constitucional, el derecho humano a cerrar la puta boca y no opinar sobre lo que no sabemos, o lo que no estamos seguros, o incluso si lo sabemos y estamos seguros podemos cerrar nuestra jodida bocaza si queremos.

Hagamos uso de ese derecho.