Finitud como esencia del "ser". Una advertencia al poshumanismo (I).

“Hay una sola idea superior en la tierra: la de la inmortalidad. Todas las demás ideas de las que puede vivir el hombre surgen de ella.” (Dostoyevski).

¿Qué sabemos en realidad sobre nosotros mismos, más allá de entendernos como un “ser” arrojado a lo que hemos venido a llamar realidad? Aseguran algunos que lo que nos caracteriza y diferencia como humanos es nuestra capacidad de ser conscientes de nosotros mismos, de conocer nuestra propia existencia, nuestro propio “ser”. Aceptemos esto por un momento, aparcando a un lado durante esta lectura las posibles dudas que tengamos sobre tal sentencia. Entonces, acaso realizaré otra afirmación: si la consciencia de nuestro “ser” es nuestra característica, la consciencia de nuestra “muerte” también lo será, pues solo aquello que es consciente de sí mismo puede serlo de su propio fin. Para nosotros “ser” y “muerte” es parte de un uno: la muerte como condición de existencia; finitud como parte de la esencia.

El “ser consciente”como proyecto.

El ser humano, en tanto es un ser consciente de sí mismo, arrojado a una realidad donde debe desarrollarse, sea cual sea el resultado se entiende como un proyecto, un campo de posibilidades a tomar en su devenir. No entraremos aquí a considerar si nuestros actos son anteriores o posteriores a eso que llamamos voluntad, ni siquiera si esa misma voluntad o ese “libre albedrío” existe o no, pasaremos hoy de consideraciones de tal tipo. En todo caso, sean nuestros actos y decisiones voluntarias o no, el ser humano, cada uno de nosotros, al menos nos entendemos como un proyecto hasta su fin, hasta la muerte.

Miro la piedra que tengo en el escritorio, recuerdo de cierto viaje , y me pregunto si ahí existe un proyecto. No vamos nosotros ahora a contrariar a Aristóteles: acto y potencia afecta a todo ser. En acto, ese souvenir que ahora me acompaña no es más que una piedra, incluso con toda la complejidad que esa afirmación encierra. En potencia, la piedra que hoy veo en mi escritorio fue antes magma, luego tal vez parte de una roca gigantesca y hasta podemos pensar que si en un futuro la arrojara a un río podría acabar en una cantera, pasando a ser fundida en una fábrica y hacer de ella vidrio o cemento. O simple polvo. Lo mismo ocurriría para cualquier otro ser vivo: miro ahora una pequeña maceta con su plantita en mi estantería. La potencia aquí se hace aún más evidente ante nosotros: regándola, con sus cambios de arena y tamaño de maceta correspondientes esta no dejará de crecer durante un tiempo, cambiar según la estación, florecer o no, etc... Pero decir esto es una cosa, aceptar la división entre “ser en potencia” y “ser en acto”, y otra sería aceptar que una piedra, que una planta o que cualquier otro ser vivo o cosa diferente al humano se entiende a sí mismo como un proyecto. Para la existencia de un proyecto es necesaria la consciencia de “ser”, sea del propio o del otro, y ya hemos aceptado más arriba que la consciencia es una característica humana propia (por favor vuelvan de nuevo aquellos que presenten dudas sobre esta afirmación a dejarlas a un lado). Un proyecto necesita conocer el punto presente, esto es, ser consciente del “ser ahora”, para poder trazar un plan a futuro. Una cosa es la existencia del cambio en todo ser, y otra la consciencia de ese cambio. “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en el que el hombre sabe quién es”, como escribiera Borges.

Decíamos así que los humanos, en cuanto “arrojados” a la realidad y conscientes de nuestro “ser” somos proyecto: usted mismo puede ahora elegir entre apagar el ordenador o cualquier otro dispositivo donde este leyendo esto, pasar al siguiente artículo o continuar con esta lectura. Puede planificar que y donde cenará esta noche, ¿tal vez comida a domicilio?, puede elegir que hará dentro de unas horas: descansar en su sillón o bajar a tomar unas cervezas con unos amigos, si la cosa se tercia. Puede planear ir este fin de semana con su familia a realizar una excursión, o quedarse en su casa jugando a la videoconsola; ¡qué decir de todos esos planes vitales a largo plazo con los que en algún momento hemos soñado!: “algún día dejaré este trabajo”, “algún día seré madre”, “algún día le declararé mi amor y seré correspondido”... Algunos de estos proyectos serán alcanzados, otros olvidados, rechazados...

Por supuesto, la realidad material, o al menos la circunstancial, limita y conduce. Puedo querer “dejar este trabajo” y que mi situación económica me lo impida. Puedo desear ser madre y tener un vientre yermo. Puedo declarar mi amor y no ser correspondido. Pero imposibilidad no es contrario a proyecto. Aun no pudiendo dejar el trabajo, ser madre o ser correspondido en nuestro amor, deberemos seguir planeando nuestro futuro. La imposibilidad de conseguir cierto proyecto no evita la existencia de otros.

Tampoco daremos aquí cancha a afirmaciones del tipo “yo siempre me dejo llevar en esta vida”, o “nunca planeo nada”. Aun aceptando la difícil honestidad de tales afirmaciones, el decir que “nunca planeo nada” ya encierra en sí mismo un proyecto a futuro, una forma dictaminada de que hacer ante el devenir: postergar la decisión al último momento posible.

El “aún no” y la finitud como parte de la esencia.

“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos” (Cesare Pavese)

Vemos así que como seres arrojados a la realidad y autoconscientes nos encontramos necesitados de proyectar nuestro futuro. Permítanme entonces ahora lanzar la siguiente pregunta, ¿qué es una constante dentro de todos estos proyectos?, ¿qué es común a cualquier plan, sea cual sea y sea quién sea el que lo proponga? Diremos que al menos la posibilidad de la muerte. Desde esas pequeñas decisiones que en principio nos parecen intranscendentes hasta nuestros grandes proyectos vitales. Desde los planes del rico hasta los del pobre. En todos nuestros proyectos y para todos nosotros aparece la muerte como posibilidad, todos somos conscientes que en algún momento debemos morir: la idea de la muerte se nos aparece así como esencia conocida de nuestro “ser", como algo que se nos hace presente en el ahora y en el mañana de la vida. “Media vita in morte sumus” (“en medio de la vida estamos en la muerte”), que ya cantaban los gregorianos.

Ninguno conocemos cuando la muerte llegará. El enfermo al que el médico le ha diagnosticado la muerte tiene una estimación más o menos acertada de la fecha, pero no sabe exactamente cuando dejará este mundo, incluso desconoce si esta antes no vendrá por otro motivo. Esos suicidas que planean con anterioridad su propio fin, o aquellos enfermos que anhelan una pronta eutanasia, ni siquiera saben si sus planes se podrán realizar, de igual manera tampoco si el óbito no les sorprenderá antes. La muerte puede así cancelar cualquier plan, incluso al propio “proyecto de muerte”.

Y sin embargo el procrastinar, esa tendencia a postergar nuestros planes a un futuro parece algo común en nosotros, ¿como es esto posible, cuando La Parca se esconde detrás de cada esquina? Aceptar la muerte de los demás resulta sencillo, aceptar la nuestra es más complicado, eso nos perturba: si alguien muere de cirrosis por ser alcohólico la mayoría de nosotros diremos, no sin cierto sosiego, “normal”. Pero, ¿y cuando nos dicen que el difunto era joven y sin enfermedad o vicio conocido? Eso nos inquieta, porque nos iguala al muerto; nos recuerda que nosotros también podemos morir en cualquier momento. Charlar sobre la muerte del otro es algo diario, charlar sobre la nuestra, al menos de forma sincera, pocas veces se da. Pareciera que el espectáculo de la muerte fuera algo ajeno a nosotros: rara vez pensamos en que “hoy puedo morir”. La contemplamos como si fuera a ocurrirle a un “yo” futuro que aún no somos.

El “aún no” como respuesta a nuestros proyectos y la consciencia de muerte, curiosa combinación se dio en nosotros. La necesidad de postergar para seguir soñando y la certeza de un final que borrará nuestros sueños. Un ser arrojado a la realidad, proyectado al futuro pero consciente de la eterna posibilidad, de la inminencia, de la muerte: El “aún no” y la finitud como parte de la esencia del “ser”(continua aquí en parte II)