Los aspirantes al poder

La semana pasada acudí a la sede de una conocida empresa para entrevistar a su consejero delegado. En la recepción, un guardia de Seguridad me dio un pase, pero se negó a dejarme acceder porque lo había colocado en el bolsillo del pantalón en lugar de en el abrigo. Después de cambiarlo como me dijo, me permitió entrar advirtiéndome de que no se me dejaría salir a menos que devolviese el pase sin daños. Al otro lado de la barrera, aguardaba el consejero delegado, todo encanto y cortesía.

El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe por completo, como escribió Lord Acton. Pero creo que no entendió la idea correctamente: el poder puede corromper, pero el poder absoluto corrompe mucho menos que el poder parcial, como demuestra el ejemplo del consejero delegado y el guardia. Esta tesis tiene el respaldo de un nuevo estudio que muestra que las personas que tienen algo de poder pero carecen de estatus pueden comportarse de forma desagradable y disfrutar humillando.

El estudio, que se publicó en el Journal of Experimental Social Psychology describe un experimento en el que se pidió a estudiantes que diesen órdenes a otros. Aquellos a los que se les había asignado papeles de bajo estatus solían disfrutar obligando a la gente a hacer cosas humillantes, mientras que los que tenían empleos con un estatus más alto, los trataban con más respeto.

La lectura de este experimento me recordó una cruel escena que tuvo lugar hace seis semanas en un aeropuerto de mala muerte. Había llegado muy pronto para acompañar a una compañera que cogía un vuelo a EEUU, pero después de una interminable espera en el mostrador de Delta, descubrí que había olvidado conseguirle un visado electrónico. Ahí comenzó una carrera por el aeropuerto en busca de un ordenador con el que escribir la información y obtener finalmente el visado. Entonces, volvimos al mostrador, donde un hombre con walkie-talkies miraba su reloj. Quedaban 58 minutos para que despegara el avión, pero movió su cabeza: demasiado tarde. Mi compañera se echó a llorar. Yo supliqué e imploré y hasta habría ladrado con gusto como un perro. "Lo siento señora", dijo sin ninguna lástima.

Prepotencia

Con esto no quiero decir que todos los que desempeñen trabajos de bajo estatus disfruten tratando con prepotencia a cualquier persona; algunos de ellos son extraordinariamente agradables. Sin embargo, existe un síndrome de modesta maldad que suele obviarse en la teoría del management. Se dice con frecuencia que la gente con altos cargos son unos bastardos, pero olvidamos que aquellos en los puestos más bajos lo pueden ser aún más.

Los investigadores exponen que la mejor forma de disuadir la tiranía en la parte baja de la jerarquía es asegurarse de que los empleos no carecen de porvenir y que se puede ascender. No estoy de acuerdo. La gente más desagradable con la que he trabajado eran gestores junior empeñados en escalar posiciones dentro de la empresa.

Recuerdo una persona en concreto para el que trabajé durante un tiempo. Sólo estaba un peldaño por encima de mí, pero solía disfrutar leyendo en alto mis torpes frases para regocijo del departamento. Ahora tiene un cargo muy importante y es mucho menos desagradable. Me lo encontré en una fiesta, e incluso hizo una broma a su costa.

Es cierto que no todos se vuelven más civilizados cuando escalan puestos. Es evidente que a Donald Trump no le ablanda su experiencia en el poder. Tampoco a Joseph Stalin. Pero para la mayoría, el éxito parece implicar una mayor simpatía. Tienen más confianza en sí mismos. Sus trabajos son más interesantes y todos les hacen la pelota. Y si esto no basta para ablandarles, siempre queda el inmenso sueldo a fin de mes.

Eso no quiere decir que el poder absoluto haga buena a la gente mala. Es sencillamente que hay menos necesidad de ser malo por placer.