Milagro con virguerías

Hace algún tiempo arriesgué el comentario de que Carles Puigdemont, pasando de president a fugado, se había convertido en un cadáver político. Está claro que no podría ganarme la vida como adivino. La realidad, a hechos probados, ha desmentido mis torpes augurios. Normal. El vaticinio olvidó tomar en cuenta que al frente de este vodevil que llamamos España estaría un tal Pedro Sánchez al que ningún accidente le arruina un buen enredo.

Hay que reconocer que Pedro Sánchez tiene un don; un ramalazo divino que ha conseguido devolverle la vida a Puigdemont y quitarle el tufo a cadaverina que se gastaba por las calles de Waterloo. De la noche a la mañana, no sólo lo puso a caminar, como hizo Cristo con Lázaro, si no que además, para adornar su milagro con virguerías, lo convirtió en el prota indiscutible del salseo político nacional. Pero no lo hizo por amor al prójimo, ni por tirarse el pliego de mesías ante el mundo mundial. En realidad, Sánchez necesitaba a Puigdemont vivito y coleando para que le concediese los siete votos que necesitaba a fin de garantizarse una presidencia del gobierno que la aritmética parlamentaria le había puesto al filo de lo imposible.

Pero, como hay gentes de muy mal conformar, el reviniente, apenas recobró el pulso civil y la palabra, le salió a Sánchez altanero y pedigüeño: no sólo exigió su rehabilitación plena y que lo pusieran bajo palio, sino que pretendió entonces, y sigue pretendiendo ahora, alcanzar los maximalismos que la realidad le negó antes de su deceso político. Ni que decir tiene que esas pretensiones no atienden a pudores legislativos ni judiciales, lo cual pone a nuestro presidente del gobierno en una tesitura difícil, porque para seguir en el poder, desarrollando su particularísimo proyecto político, está obligado a cavilar cómo forzar los límites de la Constitución al objeto de encajar en la misma algunas intransigencias, como la dichosa amnistía, que hasta hace dos días no entraban ni a la de tres en nuestro ordenamiento jurídico.

Por cosas de esta índole, el acuerdo de legislatura que suscribieron ambos, haciendo de la necesidad virtud, ha derivado, a la corta, en una relación tóxica que sigue el espíritu y la letra de la copla: ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio... O sea, que, tanto el uno como el otro, se ven obligados a sobrellevar de mala gana la carga de su mutua dependencia. Y es que en el pecado les llueve la penitencia. Pedro Sánchez, tendrá que seguir comulgando con ruedas de molino si quiere mantenerse en el poder a expensas de los siete votos que le ofrece Puigdemont como pago a sus demandas, mientras este, por su parte, sufrirá de vértigos cada vez que quiera darle la vuelta a un imposible por temor a que su resucitador, harto de exigencias y mohines, decida romper relaciones y privarlo del aliento que lo mantiene en el candelero.

De momento, nuestro independentista de cabecera va ganando la partida a juzgar por las ocasiones en las que Pedro Sánchez ha renegado de sus propias negativas anteriores –donde dije digo, digo Diego- con el propósito de facilitar una entente. Es probable, incluso, que, después de las elecciones gallegas, consiga la tan ansiada amnistía. Pero no puede arriesgarse a dar un paso en falso. Peligro. Al fin y al cabo, Puigdemont ya ha probado en Waterloo qué solos se quedan los muertos, y sabe, que, si cambian las tornas, podría volver a vestir la mortaja de sus peores días.

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