LITERATOS. Compartimos fragmentos.
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Tarde estival

Nos sentamos en la terraza

del café de Levante

y con parsimonia y lentitud

nos tomamos una leche merengada

desbordaa de canela.

El calor, adobiante, no nos permite

hablar de nada ni de nadie.

El camarero,un muchacho rumano,

nos sonrie detrás de su rostro sudorso

y se esconde en el interior

donde el aire acondicionado

salva de la angustia de la calle.

Al atardecer una brisa suave se levanta

y las mesas vacias se llenan

de parejas que se aman ardorosamente.

Es, en ese momento, cuando

abandonamos la terraza

porque a nuestra edad

no estamos ya para contemplar

amores desenfrenados.

José Antonio Labordeta

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Lo que aceptamos...

La politica de privacidad de Facebook equivale a que Telefónica dijese: vamos a hacer públicas tus conversaciones, pero si no quieres, no uses el teléfono.

El filtro burbuja. Eli Parisier

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Reclamo mi derecho

El hombre tiene derecho a ser culpable y a ser castigado por ello. Si lo consideramos víctima de las circunstancias o la sociedad, lo hemos despojado de su último jirón de dignidad.

La novia prusiana. Yuri Buida

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Los habladores

Escena I

PROCURADOR, SARMIENTO, y detrás ROLDÁN, en hábito roto con su espada y calcillas.

 SARMIENTO.- Tome, señor Procurador; que ahí van los doscientos ducados, y doy palabra a usted que aunque me costara cuatrocientos, holgara que fuera la cuchillada de otros tantos puntos.

PROCURADOR.- Usted ha hecho como caballero en dársela, y como cristiano en pagársela; y yo llevo el dinero, contento de que me descanse y él se remedie.

ROLDÁN.- ¡Ah, caballero! ¿Es usted procurador?

PROCURADOR.- Sí soy; ¿qué es lo que manda usted?

ROLDÁN.- ¿Qué dinero es ese?

PROCURADOR.- Dámele este caballero para pagar la parte a quien dio una cuchillada de doce puntos.

ROLDÁN.- Y ¿cuánto es el dinero?

PROCURADOR.- Doscientos ducados.

ROLDÁN.- Vaya usted con Dios.

PROCURADOR.- Dios guarde a usted.  (Vase.) 

Escena II

ROLDÁN, SARMIENTO.

 ROLDÁN.- ¡Ah caballero!

SARMIENTO.- ¿A mí, gentil hombre?

ROLDÁN.- A usted digo.

SARMIENTO.- Y ¿qué es lo que usted manda?

ROLDÁN.- Cúbrase usted; que si no, no hablaré palabra.

SARMIENTO.- Ya estoy cubierto.

ROLDÁN.- Señor mío, yo soy un pobre hidalgo, aunque me he visto en honra; tengo necesidad, y he sabido que usted ha dado doscientos ducados a un hombre a quien había dado una cuchillada; y por si usted tiene deleite en darlas, vengo a que usted me dé una adonde fuera servido; que yo lo haré con cincuenta ducados menos que otro.

SARMIENTO.- Si no estuviera tan mohíno, me obligara a reír usted; ¿dícelo de veras? pues venga acá: ¿piensa que las cuchilladas se dan sino a quien las merece?

ROLDÁN.- Pues ¿quién las merece como la necesidad? ¿No dicen que tiene cara de hereje? pues ¿dónde estará mejor una cuchillada que en la cara de un hereje?

SARMIENTO.- Usted no debe de ser muy leído; que el proverbio latino no dice si no que necessitas caret leye, que quiere decir, que la necesidad carece de ley.

(...)

Miguel de Cervantes Saavedra, "Los habladores, entremés famoso."

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La verdadera soledad

Toda la gente a la que odiaba se murió hace tiempo. Estoy solo en el mundo.

Los espejos venenosos. Milorad Pavic.

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Bola de sebo

La Guardia Nacional, que desde dos meses atrás practicaba con gran lujo de precauciones prudentes reconocimientos en los bosques vecinos, fusilando a veces a sus propios centinelas y aprestándose al combate cuando un conejo hacía crujir la hojarasca, se retiró a sus hogares. Las armas, los uniformes, todos los mortíferos arreos que hasta entonces derramaron el terror sobre las carreteras nacionales, entre leguas a la redonda, desaparecieron de repente. 

Los últimos soldados franceses acababan de atravesar el Sena buscando el camino de Pont-Audemer por Saint-Severt y Bourg-Achard, y su general iba tras ellos entre dos de sus ayudantes, a pie, desalentado porque no podía intentar nada con jirones de un ejército deshecho y enloquecido por el terrible desastre de un pueblo acostumbrado a vencer y al presente vencido, sin gloria ni desquite, a pesar de su bravura legendaria.

 Una calma profunda, una terrible y silenciosa inquietud, abrumaron a la población. Muchos burgueses acomodados, entumecidos en el comercio, esperaban ansiosamente a los invasores, con el temor de que juzgasen armas de combate un asador y un cuchillo de cocina.

 La vida se paralizó, se cerraron las tiendas, las calles enmudecieron. De tarde en tarde un transeúnte, acobardado por aquel mortal silencio,al deslizarse rápidamente, rozaba el revoco de las fachadas.

 La zozobra, la incertidumbre, hicieron al fin desear que llegase, de una vez, el invasor.

"Bola de sebo" de Guy de Maupassant.

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La gente demasiado dramática

Lo cierto es que conocí a una joven, de la penúltima generación «romántica», que después de algunos años de profesar un enigmático amor a un señor con quien, dicho sea de paso, bien podría haberse casado con toda tranquilidad, acabó, sin embargo, imaginándose toda clase de impedimentos insalvables y una noche tempestuosa se arrojó desde una escarpada orilla, una especie de acantilado, a un río bastante profundo e impetuoso y pereció en él, sin duda alguna por culpa de sus propios antojos, solo para imitar a la Ofelia de Shakespeare, hasta el punto de que, si aquel acantilado, escogido y preferido por ella desde hacía mucho, no hubiera sido tan pintoresco y en su lugar se hubiera encontrado una prosaica orilla llana, es posible que el suicidio nunca se hubiera consumado. 

Los hermanos Karamazov. Fiodor Dostoyevski

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Una filosofía reaccionaria, pero práctica (SciFi)

Entre los humanos siempre existió gente defensora de las tradiciones, que pretendía que la evolución se frenase para que no fuera una manera de dar tumbos sin sentido. Como anécdota, recuerdo que había aún en la Tierra un grupo que se llamaba a sí mismo “la Represa”, “el Dique”, o algo así. Era una gente curiosa, que creía en la evolución social y cultural, pero se oponía precisamente por eso a cualquier innovación, convirtiéndose en conservadores ultramontanos. Esto, que parece una contradicción en sí misma, no es tan raro si se explica, y por eso tenían tanta aceptación.

Los del Dique decían, más o menos, que las sociedades son sistemas estables, y las normas son sistemas estables, y todo lo que funciona en la práctica es porque de algún modo es estable. Las innovaciones, según ellos, suponen una desestabilización que puede conducir a una estabilidad superior o a una desestabilización regresiva. Por eso, se oponían a cualquier tipo de innovación con todas sus fuerzas, y tenían además el denuedo de afirmar que las innovaciones verdaderamente válidas consiguen imponerse a todos los que tratan de detenerlas, pero es necesario que exista un dique, o una barrera, para que sólo las innovaciones con verdadera fuerza sean capaces de salir adelante. “Si tienen razón, pasarán por encima de nosotros, y si no la tienen, bueno será que haya alguien que los haya frenado”, eso decían los del Dique, para irritación de las vanguardias de todos los tiempos.

La guerra del último hombre. Feindesland

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Corazón de Ulises - Javier Reverte

No había otro ruido que el del viento entre los árboles y el canto de las cigarras. Bebimos vino rosado para acompañar la comida y, a los postres , unos tragos de whisky. Luego, fumamos junto a los rescoldos de la hoguera. No hablábamos apenas. Y en algún momento que yo inicié una charla, por decir algo más que por otra razón, él me miró sonriente. "Déjelo", interrumpió, "Cavafis escribió que, cuando no hay nada que decir, hay que dejar que hable el silencio".

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Platero y yo

Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.

Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: «¿Platero?», y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...

Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel...

Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra. Cuando paso sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:

-Tien' asero...

Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.

Juan Ramón Jiménez

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El Monte de las Ánimas

La noche de difuntos me despertó, a no sé qué hora, el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.

Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca, y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato, me decidí a escribirla, como, en efecto, lo hice.

Yo no la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza, con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.

Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.

- I -

-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.

-¡Tan pronto!

-A ser otro día no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.

-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?

-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua; yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré la historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.

Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:

«Ese monte que hoy llaman de las Ánimas pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran sabido solos defenderla como solos la conquistaron.

»Entre los caballeros de la nueva y poderosa orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.

»Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres; los lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey; el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.

»Desde entonces dicen que, cuando llega la noche de Difuntos, se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche».

La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporársele los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

- II -

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.

Sólo dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos, absortos en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.

Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel, y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.

-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-: pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo su carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.

-Tal vez por la pompa de la corte francesa, donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada: mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?

-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país, una prenda recibida compromete la voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo..., que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.

El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:

-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo entre todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?

Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.

Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste y monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:

-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él, clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.

-¿Por qué no? -exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:

-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?

-Sí.

-Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.

-¡Se ha perdido! ¿Y dónde? -preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.

-No sé...; en el monte acaso.

-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-, ¡en el Monte de las Ánimas!

Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:

-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado a esta diversión imagen de la guerra todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; esta noche..., esta noche, ¿a qué ocultarlo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas...; ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento, sin que se sepa adónde.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó, con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña arrojando chispas de mil colores:

-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de Difuntos, y cuajado el camino de lobos!

Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte, se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza, y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:

-¡Adiós Beatriz, adiós! Hasta... pronto.

-¡Alonso, Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso, o aparentó querer, detenerle, el joven había desaparecido.

A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho, que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor, que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.

- III -

Había pasado una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de Difuntos a los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz apagada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.

-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.

Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y suave; aquéllas con un lamento largo y crispador. Después, silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi no se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio.

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando, dilatándose, las fijaba en un punto, nada; oscuridad, las sombras impenetrables.

-¡Bah! -exclamó, yendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada, de raso azul, del lecho-. ¿Soy yo tan miedosa como estas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos?

Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora; vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal decoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros: muerta, ¡muerta de horror!

- IV -

Dicen que después de acaecido este suceso un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos Templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla, levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y caballeros sobre osamentas de corceles perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

Gustavo Adolfo Bécquer

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La gran tragedia de Occidente

La gran tragedia de Occidente es que no se consigue compatibilzar la razón con la compasión.

En cuanto alguien siente compasión, deja de pensar razonablemente.

En cuanto empieza a pensar con lógica, deja de sentir compasión.

Es realmente trágico.

Genealogía de la moral. Friedrich Nietzsche

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La novedad...

Nuestro deseo de novedad es inagotable. Por eso el capitalismo es un éxito y la monogamia no.

Wellness. Nathan Hill

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Patriotismo (Yukio Mishima)

El teniente yacía, boca abajo, en un mar de sangre. La punta de la espada, que sobresalía de su nuca, parecía haberse hecho más prominente aun. Reiko anduvo negligentemente entre la sangre y se sentó al lado del cadáver de su marido. Lo observó atentamente. Tenía la mejilla apoyada en la alfombra, los ojos estaban muy abiertos, como si algo hubiera despertado su atención. Ella alzó la cabeza, la apoyó sobre su manga y, limpiándose la sangre de los labios, lo besó por ultima vez.

Luego tomó del armario una bata blanca y un cordón. Para evitar que su falda se desordenara, envolvió la manta alrededor de su cintura y la sujetó firmemente con el cordón.

Reiko se sentó muy cerca de Shinji. Extrajo la daga de su faja, examinó el brillo opaco de la hoja y la acercó a su lengua. El gusto del acero bruñido era ligeramente dulce.

Reiko no perdió tiempo. Pensó que el dolor que la había separado de su marido moribundo iba a formar ahora parte de su propia experiencia. Sólo vislumbró ante sí el gozo de penetrar en un reino que el amado Shinji ya había hecho suyo.

Había percibido algo inexplicable en la fisonomía agonizante de su marido. Algo nuevo. Le sería dado, pues, resolver el enigma.

Reiko sintió que, por fin, también podría participar de la verdadera y amarga dulzura del gran principio moral en que había creído el teniente.

Empujó entonces la punta de la daga contra la base de su garganta. La empujó fuertemente. La herida resultó poco profunda. Le ardía la cabeza y sus manos temblaban de forma incontrolable. Forzó la hoja hacia un costado y una sustancia caliente le anudó la boca. Todo se tiñó de rojo frente a sus ojos como el fluir de un río de sangre. Reunió todas sus fuerzas y hundió aun más profundamente la daga en su garganta.

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El lenguaje que calla

En lo cultural se nos debe tratar a todos con el mismo respeto, pero en lo económico la distancia entre los clientes de los bancos de alimentos y los clientes de los bancos de inversión no deja de crecer.

La izquierda habla el lenguaje del género, la identidad, la marginalidad, la diversidad y la opresión, pero con mucha menos frecuencia el idioma del Estado, de la propiedad, la lucha de clases, la ideología o la explotación […] Como señala Marx, ningún modo de producción en la historia humana ha sido tan híbrido, diverso, inclusivo y heterogéneo como el capitalismo, que ha borrado fronteras, derrumbado polaridades, mezclado categorías fijas y reunido promiscuamente una diversidad de formas de vida. Nada es más generosamente inclusivo que la mercancía, que, con su desdén por las distinciones de rango, clase, raza y género, no desprecia a nadie siempre que tenga con qué comprarla.

La trampa de la diversidad. Daniel Bernabé

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Eutanasia y derecho a seguir viviendo

¿Quién tiene derecho a seguir viviendo, aun en el caso de depender completamente de los otros?

Todo el que sea útil, como mínimo, a sí mismo.

Konrad Lorenz.

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El origen de los rituales

También las ratas se vuelven supersticiosas.

La rata sabe que haciendo determinada cosa saldrá una bolita de comida de una máquina. Pero la rata hace un montón de cosas y no sabe cual de ellas, en concreto, es la que hace que salga la bolita de comida. Sólo una cosa es útil, pero la rata no sabe cual es y hace treinta cosas... Y como funciona, las sigue haciendo. Todas. En el mismo orden.

Walkaway. Cory Doctorow.

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Rutinas -Mario Benedetti-

A mediados de 1974 explotaban en Buenos Aires diez o doce bombas por noche. De distinto signo, pero explotaban. Despertarse a las dos o las tres de la madrugada con varios estruendos en cadena era casi una costumbre. Hasta los niños se hacían a esa rutina. Un amigo porteño empezó a tomar conciencia de esa adaptación a partir de una

noche en que hubo una fuerte explosión en las cercanías de su apartamento y su hijo, de apenas cinco años, se despertó sobresaltado. «¿Qué fue eso?», preguntó. Mi amigo lo tomó en brazos, lo acarició para tranquilizarlo, pero, conforme a sus principios educativos, le dijo la verdad: «Fue una bomba». «¡Qué suerte!», dijo el niño. «Yo creí que era un trueno».

Mario Benedetti, de la obra "Despistes y franquezas"

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Por la nieve

¿Cómo se abre camino en la nieve virgen? Un hombre echa a andar, suda y blasfema, avanza sin apenas poder mover los pies, hundiéndose a cada instante en la esponjosa y profunda nieve. El hombre se marcha lejos, marcando su camino con irregulares hoyos negros. Se cansa, se acuesta en la nieve, enciende un pitillo, y el humo de la majorka[1] se extiende en una nube azulada sobre la nieve blanca y brillante. El hombre ya se ha marchado lejos, pero la nube sigue suspendida en el lugar en que se había detenido a descansar: el aire es casi inmóvil. Los caminos se abren siempre en los días de calma, para que los vientos no barran los trabajos de los hombres. El hombre se marca sus propios puntos de orientación en la infinitud nevada: una roca, un árbol alto. El hombre guía su propio cuerpo por la nieve del mismo modo que un timonel dirige la barca por el río de un saliente a otro.

Tras el angosto e inseguro rastro trazado se mueven cinco o seis hombres pegados el uno al otro, hombro con hombro. Pisan junto a la huella, pero no en ella. Al llegar a un lugar señalado de antemano regresan, y de nuevo caminan de manera que se aplaste la virgen superficie nevada, el espacio aún no hollado por pie humano alguno.

El camino está abierto. Por él puede ir gente, convoyes de trineos, tractores.

Si se sigue tras los pasos del primer hombre, huella a huella, se formará un sendero visible pero difícilmente transitable y estrecho: una trocha y no un camino, lleno de hoyos por los cuales es más difícil avanzar que por la nieve virgen.

El trabajo más duro es para el primero, y cuando a este se le agotan las fuerzas, lo reemplaza otro, de aquel mismo quinteto de cabeza. De entre los que siguen los pasos del primero, cada uno de ellos, incluso el más pequeño, el más débil, debe pisar un pedazo del manto nevado y no alguna otra huella.

Y sobre los tractores y a caballo no viajan los escritores, sino los lectores.

Relatos de Kolima. Varlam Shalamov

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Las casualidades y los clavos

Las casualidades están, parece, atraídas por nuestro campo magnético personal, a nuestro alrededor de repente descubrimos un clavo y una cuerda y no sabemos explicar ni de dónde han venido ni por qué. En el resultado final, siempre banal, se demuestra que el clavo está ahí para que un día lo clavemos, y que la cuerda está ahí para que un día nos colguemos.

El museo de la rendición incondicional. Dubravka Ugresic

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La diferencia entre informarse y debatir

Lo que requiere la democracia no es información sino un debate público vigoroso.

Por supuesto, también requiere información, pero la clase de información que necesita sólo puede generarse mediante la discusión. No sabemos qué es lo que necesitamos saber hasta que hacemos las preguntas correctas, y sólo podemos identificar las preguntas correctas sometiendo nuestras ideas sobre el mundo al test de la controversia pública.

La información, que suele considerarse la condición previa necesaria de la discusión, se entiende mejor como su resultado. Cuando participamos en discusiones que enfocan y atraen completamente nuestra atención, nos convertimos en ávidos buscadores de la información pertinente. De lo contrario recibimos la información pasivamente, si es que en realidad la recibimos.

La rebelión de las élites. Christopher Lasch

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Ansiosos de ser verdugos

Soy el que soy: ¿cómo podría escaparme de mí mismo? Y, sin embargo, —¡estoy harto de mí! …»

En este terreno del autodesprecio, auténtico terreno cenagoso, crece toda mala hierba, toda planta venenosa, y todo ello muy pequeño, muy escondido, muy honesto, muy dulzón. Aquí pululan los gusanos de los sentimientos de venganza y rencor; aquí el aire apesta a cosas secretas e inconfesables; aquí se teje permanentemente la red de la más malévola conjura, — la conjura de los que sufren contra los bien constituidos y victoriosos, aquí el aspecto del victorioso es odiado.

¡Y cuánta falsedad e hipocresía para no reconocer que ese odio es odio! ¡Qué derroche de grandes palabras y actitudes afectadas, qué arte de la difamación justificada! Esas gentes mal constituidas: ¡qué noble elocuencia brota de sus labios! ¡Cuánta azucarada, viscosa, humilde entrega flota en sus ojos! ¿Qué quieren propiamente?

Representar al menos la justicia, el amor, la sabiduría, la superioridad —¡tal es la ambición de esos «ínfimos», de esos enfermos! ¡Y qué hábiles los vuelve esa ambición! Admiremos sobre todo la habilidad de falsificadores de moneda con que aquí se imita el cuño de la virtud, incluso el tintineo, el áureo sonido de la virtud. Ahora han arrendado la virtud en exclusiva para ellos, esos débiles y enfermos incurables, no hay duda: «sólo nosotros somos los buenos, los justos, dicen, sólo nosotros somos los homines bonae voluntatis [hombres de buena voluntad]».

Andan dando vueltas en medio de nosotros cual reproches vivientes, cual advertencias dirigidas a nosotros, —como si la buena constitución, la fortaleza, el orgullo, el sentimiento de poder fueran en sí ya cosas viciosas: cosas que haya que expiar alguna vez, expiar amargamente: ¡oh, cómo ellos mismos están en el fondo dispuestos a hacer expiar! ¡Qué ansiosos están de ser verdugos!

Genealogía de moral. Friedrich Nietzsche.

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La imposibilidad de regular

No hay manera de regular nada cuando hay un orden económico global pero no un orden político global.

La fe en la inteligencia artificial. Helga Nowotny.

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Ver y no entender

Ver y no entender es lo mismo que inventar. Vivo, veo y no entiendo. Vivo en un mundo inventado por otro que no se tomó la molestia de explicármelo.

El caracol en la Pendiente A. y B. Strugatski

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Los túneles

Todo ser humano tiene que andar a tientas por ese túnel, desde la estación Nacimiento hasta la estación Muerte. Quien busca la fe, busca corredores laterales en ese túnel. Pero lo único que existen son esas dos estaciones, y el túnel se ha construido tan solo para unirlas…

Metro 2033. Dimitry Glukhovsky

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