De un tiempo a esta parte, los usos iniciáticos, identitarios y cándidamente púberes han vuelto a replicarse en la escena política entre personas adultas. Del mismo modo que ahora hay señoras modernas que llevan zapatillas de velcro de las que calzábamos en preescolar, la iconología adolescente se prolonga entre diputados veteranos. Allí donde antes un adulto hacía de la prudencia y la mesura una virtud conquistada, ahora nos encontramos a políticos abandonados al show camisetero. Si esto era la nueva política, podrían haberlo avisado.
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Hay hippies en el congreso y están cuestionando que la fachada de la derecha sea un garante de prudencia, mesura y madurez. Sí, la desfachatez de bancada que abuchea, berrea, rebuzna y golpea la mesa.
Los cuervos con traje y corbata no son buenas personas ni buenos gestores ni buenos legisladores por el hecho de vestir así.
El tránsito hacia la vida adulta, también en términos civiles, exige una cierta valentía. Sin la cobertura tribal que nos procura la bisutería simbólica multiplicada en los entornos digitales estaríamos condenados a tener que pensarlo todo por nosotros mismos, exactamente como sería deseable en cualquier ciudadano responsable y libre. Disputar idea por idea, valor por valor o certeza por certeza es algo que no sólo requiere esfuerzo sino que, además, y esto es lo peor, nos obliga a negociarnos nuestro afecto y nuestro odio sin guion previo. La vida adulta, tal es su amargor, nunca fue otra cosa.
Pese a todo, lo más decepcionante no es la moral de rebaño que inspiran los símbolos, ni tan siquiera la pereza mental sobre la que se asienta su exhibición impúdica. Lo verdaderamente despreciable es el expolio espiritual que tantas veces enmascara una cruz de borgoña o un triángulo rojo. Busquen y encontrarán: detrás de cada símbolo siempre hay alguien traficando con un dolor ajeno. El valor heroico de un escudo que nunca defendimos, el estigma de una persecución que nunca padecimos o el mérito de una batalla a la que jamás comparecimos.