Si me resisto a hablar de Mayo del 68 desde cualquier otro lugar que no sea el de la pasión es porque Mayo fue algo así como un torrente. Un torrente emocional, afectivo, político, que nos arrastró con una fuerza increíble. De hecho, transformó para siempre, y en muy poco tiempo, a muchísima gente, como por ejemplo a la entrañable Emma Cohen quien afirmó, años más tarde, que para ella: “Mayo, nunca concluyó del todo”, y debo decir que para mí tampoco.
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Mayo del sesenta y ocho, pasó a los anales de la historia reciente del siglo XX.
Eclosionaron disturbios y demandas, largo tiempo larvadas, con una virulencia tal, que cambiaron en adelante los cimientos de la sociedad en toda Europa, en el mundo y en España. Aunque en España, como no podía ser de otro modo, el efecto fue muy reprimido en el momento de producirse, y el pleno impacto se demoró casi dos décadas, aunque por fin llegó, pues fue universal.
El atraso crónico y secular de España, le pasaba factura y fue penalizada, a todos los niveles, con un descompás en el ritmo de los tiempos. Un régimen dictatorial, caduco y anacrónico, propiciaba la aparición de vetustos delfines del poder, incapaces de innovar con ideas propias y que, maniatados, sumisos, temerosos incluso e incapaces de asumir la ancianidad del sistema. Protagonizaron una política exterior pacata, timorata, ñoña y malversaron el maltrecho prestigio español que aún quedaba en pie. Estábamos en una España descompuesta, vengativa todavía de fronteras para dentro y profundamente ignorante.
Aferrada, anclada al siglo XIX y con el tren de la modernidad, definitivamente perdido.
Mientras tanto, y en el resto del planeta, el movimiento hippy estaba en su cenit y, The Beatles, grababan, en los estudios Abbey Road de Londres, Hey Jude y el White álbum, nada menos. Años luz de distancia galáctica, entre una y otra realidad.