Los hombres nos creemos con un derecho natural o divino de mandar y no somos conscientes de nuestros privilegios. Las voces de los hombres se escuchan por todas partes sin medida y hasta el cansancio. Cuando un hombre habla duro, la gente lo considera valiente, vehemente, en fin: todo un varón. Cuando una mujer presenta argumentos contundentes y con la rabia que produce la injusticia, se le hace un control del tono a través de la ridiculización.