Dentro de unos años, Dios mirará a Gallardón y le dirá: “bueno, Alberto, al menos lo intentaste”. Eso suponiendo que Dios exista, que sea antiabortista y que Gallardón no acabe ardiendo en el infierno para toda la eternidad. Después de todo, la soberbia es un pecado capital. Gallardón, el hombre que arruinó Madrid por un fin mayor jamás desvelado, llegó al Ministerio con un plan en mente. Escuchándole, no parece descabellado pensar que, de hecho, más que un plan era una misión. Regir sobre todos los úteros de España.