Cuando yo era un crío coincidía en los veraneos con un chaval que llevaba un aparatoso mecanismo en su pierna. No teníamos mucha relación: él era algo mayor que yo, y además su pierna renqueante y su muleta le obligaban a permanecer casi siempre en casa. Pero tampoco es que yo lo esquivase como a un bicho raro: ya había visto a otros chicos con secuelas producidas por la poliomielitis y, como cualquier otro niño de mi generación, sabía y temía lo terrible que podía llegar a ser. Pero eso me pasa porque soy muy mayor.