En uno de los barrios más humildes de Benghazi, justo en la línea del frente de la lucha contra el Estado Islámico, una profesora se ha negado a cerrar para siempre el colegio donde trabaja. Puede parecer una locura, pero la mujer sostiene que su deber es continuar enseñando y se ha empeñado en que los proyectiles de mortero y los disparos de francotiradores no interfieran en la educación de sus alumnos. Esto es Libia y, cuatro años después de la caída del tirano Gadafi, el país sufre la herencia de décadas de vacío institucional