Dijo Albert Einstein que “el nacionalismo es una enfermedad infantil, el sarampión de la humanidad”, y a fe que el catalán se comporta como el perfecto infante incapaz de discernir entre lo bueno y lo malo, lo moral y lo inmoral, lo lógico y lo grotesco. Las huestes que comanda Arturo el Astuto Mas han perdido, en efecto, el sentido del ridículo, algo inimaginable en la tradición de un paisanaje que hizo siempre del sentido común, ese instinto colectivo que lleva a razonar los problemas vitales con los pies bien firmes en el suelo, su bandera.