Cada vez más en Occidente se impone el sentimiento, la lágrima y el gemido por encima del conocimiento, el dato o la realidad. De la misma manera, se rompe la continuidad histórica, porque se pretende que el hombre actual, rebosante de incultura y soberbia, es mejor que sus predecesores y puede comprender y juzgar los actos y las almas de éstos.