Manuel Azaña, fue considerado martillo de creyentes, cuando era una persona moderada, de firmes convicciones morales, democráticas y republicanas. Dejó notar su postura sobre la religión en el debate constitucional abierto en 1931, que pretendía dar una solución a la "cuestión religiosa", siguiendo los principios del laicismo liberal, estableciendo la absoluta separación de la Iglesia y el Estado.
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La iglesia confiaba en sus fuerzas al contemplar la masiva creencia católica de los españoles al acabar la dictadura franquista. Pasados 40 años, la iglesia católica va camino de ser sociológicamente irrelevante sin haber renunciado a ninguno de los privilegios heredados del franquismo. Unos privilegios que no se justificaban por el hecho de que los españoles fuesen mayoritariamente católicos, pero ahora resultan ofensivos e inexplicables para las nuevas generaciones.