Imagina que tras sufrir un terrible accidente los médicos declaran que tu cerebro ha muerto y le ofrecen a tu familia recopilar toda la información que hay sobre ti en Internet –tus cuentas de correo, lo que has posteado en redes, tus mensajes de whatsapp, tus fotos de Instagram - y crear un nuevo cerebro con inteligencia artificial que sustituya al dañado. ¿Aceptaría tu familia solo para mantenerte con vida? Es más, ¿estarías vivo o solamente existirías? De hecho, déjame que te diga que existirás siempre.
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Trata exactamente eso. De todos modos sin acceso a la sinapsis del cerebro no se puede revivir la psique de dicha persona. Para hacer algo así preferiría la opción de Jhoony Deep, transcendence.
Al principio la muerte fue muy dulce y electrónica en bolsas y mercados, y ambas monedas confiaron en la promesa, sabedoras de que sus hermosos cuerpos fiduciarios gozaban aún de vida muy material y metálica en los bolsillos de trescientos y pico millones de europeos, que todos los meses recargaban pasta en oficinas bancarias de todo el continente.
Pero nada es para siempre, cuatro años después llegó 2002 y la retirada del mundo físico, la muerte definitiva. Y aquel recuerdo imperecedero y remedo de postvida electrónica que le prometieron las euroautoridades a la peseta forever & ever duró más o menos lo que dura la calderilla en el bolsillo, unas tres frías semanas de aquel enero de dos mil dos.
Requiescat im pacem, dulce peseta, ya nadie te recuerda. Y para buscar tu virtual cadáver y tu tasa de cambio en Internete, hace falta rebuscar pero bien; te han matao con profundidad rotunda, como era de esperar.
Primero te liquida un xenomorfo, arrancándote la cabeza de cuajo; y luego te resucitan lo justo para un somero interrogantorio, conectándote las meninges con un cable uesebé a la batería de la moto.
Cuando se cansa de ti la Ripley, te sacude una coz en toda la boca y ya te mueres forever.