“A principios de 1965, iba con Mercedes y mis dos hijos para un fin de semana en Acapulco, cuando me sentí fulminado por un cataclismo del alma tan intenso y arrasador que apenas si logré eludir una vaca que se atravesó en la carretera”. Así contaba García Márquez cómo se le aclaró la mente en un fogonazo genial para escribir Cien Años de Soledad, la novela que le consagró mundialmente como escritor de altura. La idea le venía rondando desde hacía tiempo...

Se estrena una cinta basada en hechos reales, de un funcionario que estudia los casos de fallecidos que viven en soledad, sin que nadie asista a sus funerales, sin familiares ni nadie que los reclame. Cada año se celebran solo en Londres miles de funerales sin que nadie asista. En el 30% de casos que se encuentran familiares, no quieren saber nada del fallecido.

¿Usted se imagina un árbol que merezca ser remarcado en un mapa de escala 1:4.000.000? Pues aunque le pueda parecer sorprendente, ese árbol existía. Y digo bien, existía, porque una vez más, la tontería humana pudo con un árbol que ni los vientos más potentes pudieron con él. Estoy hablando del Árbol del Teneré. Este árbol, una acacia raddiana, era un auténtico tótem para las tribus nómadas del desierto que recorrían el sur del desierto del Sahara en sus caravanas por ser el único árbol...

Estar solo no es meramente un hecho físico, si fuera así pocos afirmarían que están solos, es más, la soledad sería entonces la excepción en medio de un mundo de acompañados anónimos. La soledad es una percepción subjetiva en tanto en cuanto depende de la interpretación de lo que te rodea, pero también se basa en hechos objetivos incontestables, ¡coño!, si llevas cinco días sin hablar con nadie, sin que nadie te llame y sintiendo que nadie te espera, nadie te recuerda, eso es un hecho objetivo, con mayúsculas, estás más solo que la ‘una’.