Eran ya las nueve y veinte, noche cerrada en Madrid, cielo encapotado, cuatro gotas inoportunas que ya habían caído, y un torero por nombre José María Manzanares, que, contra todo pronóstico y para sorpresa del respetable, se lleva al sexto toro a la mismísima boca de riego, se perfila con parsimonia para entrar a matar -en la plaza no se oye ni el aleteo de una mosca, le gente aguanta...