Como buena parte de los hombres, Alejandro murió sin haber cumplido su sueño más hermoso. Cuando sus ojos se cerraron y su cuerpo exhausto, cosido por las heridas, se entregó al pálido espectro de la muerte, toda la ciudad de Babilonia sintió el helado aliento del invierno en aquel férvido día del mes de Junio del año 323 a. C.. Mientras los soldados griegos deambulaban sin rumbo consumidos por las lágrimas y los persas, otrora enemigos, se rapaban sus cabezas como muestra de dolor...