Había vivido, hasta entonces, una infancia plagada de felicidad hasta que las cuatro paredes del nuevo colegio se convirtieron, en un suspiro, en un auténtico infierno. Apenas levantaba un palmo del suelo y mis gafas de cristales gruesos se convirtieron en el objetivo insaciable de la agresividad extrema de otros compañeros de clase. Las palizas eran continuas y no sé si por mi aspecto endeble o por mi aire de sabelotodo, lo cierto es que tuve que lidiar, con tan sólo ocho años, con un calificativo que, hasta ese momento, desconocía: marica.