Primero, zanjar una discusión inútil: Sinéad es una cantante de canciones pop, golpeada de pequeña, que conoció los reformatorios, se rapó la cabeza y señaló los abusos en las iglesias. Más rock que eso, ya sería Keith Richards. El rock no es un género musical (también hay uno que lleva ese nombre): es antes que nada, una actitud ante la vida.

«¡Rompan todo! ¡A la violencia se responde con violencia!», aseguran que gritó el cantante Billy Bond, al frente de La Pesada del Rock and Roll. Pero el caos ya se había desatado en Luna Park. Era el 20 de octubre de 1972. Cientos de jóvenes «con las más extrañas y llamativas ropas, tanto en los hombres como en las mujeres, con exóticos colgantes, con largas cabelleras, abundantes melenas y hasta algunos torsos descubiertos», según un diario que cubrió el evento, se subían a la parte alta del recinto, la platea.

El sábado 14 de abril de 1900, día de San Valentín, las 19 alumnas del Colegio Appleyard cerca de Woodend, en Australia, salieron a celebrar su picnic anual en la base de Hanging Rock, una formación rocosa muy popular en la región. Era una tarde calurosa de verano y las chicas, más las dos profesoras que las acompañaban, cayeron en una cómoda modorra después de dar buena cuenta de sus sándwiches y hasta de una tarta.

Para las estrellas como Richards, las drogas, borracheras y los desfiles interminables de amantes no son más que una parte de su estilo de vida. De hecho, aquellas grandes estrellas del rock que alcanzaron la cima del éxito entre la década de 1960 y 1980, parecían sostener una competencia para ver quién llevaba las cosas más lejos.

Infinitas son las anécdotas y curiosidades que envuelven al mundo del rock. Que lo revisten de un halo de magia y misterio, dotándolo de un poder seductor que en ocasiones va más allá de la propia música. Unas historias que, a veces marcadas por la tragedia, el destino, la casualidad o la mera anécdota, se han convertido en parte de este paradigma de guitarras y actitud.