En 1434 reinaba en Castilla Juan II, el rey poeta, dado al lujo y el placer. En su corte se celebraban festines regulares amenizados por juglares, músicos, trovadores y bailarines, que culminaban en torneos de justa. No era este un gobernante guerrero y para ganarse su favor solo había dos caminos: el de la habilidad en el canto o el de la destreza en los concursos de armas, «las dotes más estimadas para príncipes que presumían de cantar con gracia; de tañer con soltura y de justar con gallardía».
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La argolla no era una argolla como la entenderíamos hoy en día, una cosa pesada de hierro con el fin de encadenar algo o a alguien. En este caso, Don Suero de Quiñones llevaba una gargantilla de oro que simbólicamente cumplía como argolla de una cadena simbolizando que era esclavo del amor de su dama. Acabado el reto y defendido el paso con éxito, Don Suero peregrinó a Santiago donde dejó la gargantilla al cuello del relicario de Santiago Alfeo, donde aún hoy puede verse.
En la imagen que adjunto se ve la gargantilla puesta en el cuello del relicario.
Me leí ese libro hace un montón de años. En castellano antiguo, no sé por qué me dio por ahí. Lo leímos mi hermano y yo a medias en la cama; nos alternábamos en la lectura en voz alta, porque de verdad que es difícil de leer.
Qué recuerdos de juventud.
Vamos, lo que viene a ser un hijo de puta parásito que robaba el dinero a sus súbditos, los cuales se morían de hambre, para pegarse la gran vida.
Pues tampoco hemos cambiado tanto en 600 años.