Marte es rojo. Es un axioma tan irrenunciable como el color azul del cielo, las vastas profundidades de los mares o el verdor del Amazonas. Y sin embargo, es una frase matizable. Pese a que a primera vista su superficie disfruta de un evidente color rojizo (fruto fundamental del óxido de hierro y del polvo oxidado suspendido en su atmósfera), los diversos rincones de su geografía amplían su paleta de colores. En ocasiones de forma espléndida.
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La duna, tan turquesa, es una recreación, una pequeña licencia artística que, en realidad, nos sirve para comprender mejor a nuestro vecino.
Y quién sabe: a amarlo por su belleza justo antes de colonizarlo.
¿Quién sabe?