La postal, por inverosímil, es fantasmagórica: las aceras de la Gran Vía, repletas hace siete meses, ofrecen espacio para el paseo de nacionales; los bares, acostumbrados a las reservas, acogen a cualquiera al instante más rápido que el McDonald; y el ruido, sostenido no hace tanto, cae entre un silencio estremecedor. El centro de Madrid, sin turistas, languidece. Abre la boca como señal de hambre porque, en efecto, la tiene. Los hoteles ya no reciben a nadie y los teatros apenas si mantienen las luces como símbolo de lo que fueron.
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