El cambio climático y el cristianismo norteamericano: ¿una relación causal?

Parece que el título de este artículo está hecho con el generador aleatorio de nombres de ponencias (www.yeray.com/generador/) que nos brinda títulos como "La conjetura nihilista, la conclusión reaccionaria y el bigote de Aznar" o "La disgregación cyberpunk tras Los Manolos (una crisis distópica)", pero nada más lejos.

Aunque desde mi niñez he sido ateo, de unos años a esta parte he identificado a la religión no como un problema separado, sino como el signo más jerárquico y típico del gran enemigo: el pensamiento mágico. Por ello, considero la religión la forma organizada de esta perjudicial forma de pensar. Existen innumerables ejemplos de villanías cometidas por la religión, pero en pocas ocasiones nos hemos parado a pensar en si las religiones pueden afectar al planeta en sí.

EE.UU es una gigantesca anomalía. Un país que inauguró la tradición democrática moderna, ejemplo hoy del capitalismo más jodido. Que se basó en ideales revolucionarios franceses y el hermanamiento entre pueblos para ser imperialista y pasarse, literalmente, más tiempo en guerra que en paz. Un país extraño, con el ejército más potente del mundo, que está demasiado acostumbrado a perder guerras. Un país decididamente occidental que, sin embargo, presta una atención a la religión desmesurada para los estándares europeos, a pesar de lo avanzado de su Constitución en su día en materia de creencias.

En EE.UU lo peta el cristianismo evangélico. Decía Mark Twain por boca de su protagonista en su avanzadísima "Un yanki en la corte del Rey Arturo", una obra decididamente anticlerical, que su ideal de organización religiosa no era una religión oficial sino "como existía en los Estados Unidos de mi época, con multitud de pequeñas sectas vigilándose entre sí". Esta visión de pequeñas religiones en enfrentamiento pacífico entronca mucho con el recelo anglosajón al Estado.

No he investigado sin embargo el motivo por el que el evangelismo lo peta tanto en EE.UU. Ignoro también las causas por las que el Rapto está tan firmemente aposentado en el imaginarium popular americano. Hemos visto el Rapto (el Armagedón, el Apocalipsis) en infinidad de capítulos especiales de series yankis. Ya sabéis: los justos ascienden al cielo en tubos de luz como el de platillos volantes; bajo los malvados el suelo se abre, fuego sale de las grietas de cemento y se precipitan al Abismo. Lo sorprendente es que un buen número de yankis creen que el Rapto llegará durante su vida o antes de este siglo.

La mentalidad estadounidense laica ha acogido el Rapto e incluso lo ha adaptado: es una sociedad enormemente temerosa donde un porcentaje de personas aún mayor cree en una especie de fin del mundo, si no divino, sí causado por una guerra nuclear, un virus mortífero, un asteroide con mala hostia. El mensaje está claro: el mundo va a palmar, y va a palmar más pronto que tarde.

El principal axioma del Rapto es el siguiente: el mundo está condenado. Se va a ir a tomar por culo. Como mucho, nos salvaremos nosotros en otro mundo, pero el planeta, en sí, tiene los días contados. Otro dogma del evangelismo sigue la línea: decir que los recursos son limitados es herético. Si Dios provee y todo lo puede, el hecho de negar que no hay de todo para todos implica atacar la propia omnipotencia divina.

Más temas del Rapto: el hombre no puede afectar al sistema a escala planetaria. Si el mismo Dios necesitó seis puñeteros días (seis días de un ser omnipotente) para crear la Tierra, y si nosotros, en un número de millones, podemos joderla, eso quiere decir que en cierto sentido un buen número de nosotros podría equiparar en poder a Dios.

Así pues, para esos millones y millones de yankis, cuando se le habla del cambio climático, experimentan una serie de barreras:

1- El Cambio Climático no existe; Dios nos cuida.

2- Y si existe, no es origen del hombre, porque sólo Dios puede afectar al clima.

3- Y aunque sea origen del hombre, el mundo está condenado desde el inicio.

Y todo ello conlleva a una conclusión: Si el mundo está condenado porque en breves será el Armagedón, ¿para qué molestarnos en dejarle un mundo mejor a los de mañana? El mundo es un enfermo terminal próximo a su destrucción; ¿por qué gastar esfuerzo en mantener vivo a ese vegetal, si hagas lo que hagas mañana va a morir?

Puede argüirse que los que piensan así no son mayoría, y es cierto. Pero es una minoría en primer lugar no precisamente pequeña, en segundo lugar una minoría poderosa política y económicamente, y en tercer lugar, ese pensamiento beneficia a las grandes corporaciones. Para los poderosos, es bueno, bonito y barato.

Una de las peores lacras de las religiones es el poder que quita al Hombre. Su poder únicamente se basa en elegir obedecer o desobedecer. Y con el poder se va la responsabilidad. El "Deus vult" es el perfecto disclaimer, el mejor reclamo publicitario de la historia, la mejor cláusula contractual que abogado alguno ha diseñado jamás. Si Deus vult, ego non.

Así que tenemos lo siguiente, amigos: en la primera o segunda potencia industrial del mundo, en una de las más contaminantes, una amplia minoría de millones de personas amparan, consciente o inconscientemente, a gran parte del poder real con la idea de que el mundo está condenado desde un inicio y que no podemos ni debemos salvarlo. Que es inútil luchar contra la Providencia. Que vivamos sin pensar en las consecuencias porque cuando las consecuencias lleguen no estaremos ni nosotros ni nadie en la Tierra.

Por supuesto, no cometeré la simpleza de cascarle al cristianismo las culpas del calientamiento global en exclusiva. Son obvios muchísimos otros factores y el principal es, sin duda, económico. Si alguna virtud tienen las religiones es hacer que lo que hace ricos a algunos suele coincidir con lo que los dioses quieren; y si diese dinero instantáneo el preservar el planeta, hace tiempo que los evangelistas serían más conservacionistas que Greenpeace puesto de ayahuasca. Pero dentro de todos los factores, la religión dominante, como corpus integrado de mentalidad, tiene una fuerza legitimadora y reivindicadora de esos intereses económicos. Porque antes de cualquier acción política o industrial hay un pensamiento que le da forma.