Ni motores diésel de última generación, ni gasolina, ni de gas natural. Las organizaciones medioambientales no están dispuestas a hacer concesiones cuando han pasado tres años de uno de los mayores escándalos de la industria automotriz: el Dieselgate.
Denuncian que aún hay 43 millones de coches diésel contaminantes solo en las carreteras europeas, y mientras Bruselas controla la batuta de un frenético concierto, los fabricantes esgrimen enfadados el arma del empleo y las ganancias cada vez que se endurecen los límites de emisiones. En medio, una población que recibe el mensaje de que sus dirigentes les prohíben coger el coche en ciudad y que es probable que se pregunte: "¿Y esto por qué?".