Epílogo del décimo tercer día

El talento de don Fagiolo para engatusar al pueblo llano y enamorar la viciosa nobleza contrastaba con su incapacidad política. La gran mayoría de senadores estaban dispuestos a averiguar que escondía el barco pero no pensaban regalárselo al gremio y mucho menos bajo sus ridículas excusas.

La academia revelaba las mentiras de Don Fagiolo una a una cuando este intentaba probar ser el dueño de la mercancía del buque. Cada nueva excusa del señor del polvo, solo crispaba más a los presentes. El clero que había empezado respaldándolo al comienzo, terminó por llamar a confiscar al gremio dorado y desde donde estaban los profesores del fuego se le arrojaron frascos químicos.

La escena, de dantesca era hasta risible, pero todo tiene un final y la votación llegó a su fin. El barco seria requisado, por interés general de la ciudad.

Los líderes de la Legión y la Academia acompañados por el Clero y un furibundo Fagiolo, encabezaron la comitiva que debía requisar el barco heresiarca. En la entrada al puerto fueron detenidos por la docena de legionarios imperiales que en el habían venido. Desenvainaron sus armas dispuestos a impedir el acceso aun en desventaja frente a las juezas y soldados.

-Tranquilos hijos míos, ya no es necesario, es hora de marchar, esta ciudad ya ha escrito su destino.

Y cuando la última palabra se desvaneció, los doce legionarios cayeron al suelo como marionetas sin cuerdas. No volvieron a levantarse.

Perplejos pero ahora aun más decididos a averiguar qué diablos estaba pasando, la comitiva llegó a su destino. El barco por fuera dejaba pocas dudas de ser de la nobleza heresiarca y por dentro no las desmentía. Pero los lujos y parafernalia no justificaban lo que hoy se había presenciado. La muchedumbre que encontraron dentro quizás sí. Sus ropas y acentos dejaban claro que eran nativos de Exaloc y al ser interrogados por Altaria revelaron ser sanadores y profesores de la Facultad del fuego que habían venido invitados por la anciana. No supieron decir exactamente con qué finalidad pero sí nos guiaron al ataúd.

Estaba cubierto de joyas y lingotes de oro acariciados por las mejores pieles imperiales. Para abrir el cofre era necesario retirar una espada centenaria cuya ornamentación revelaba ser propia del mayor rango imperial que una persona podía alcanzar.

Hijo del Emperador y Rey de reyes, Aldebarán yacía dentro.