RÍO DE JANEIRO — La primera vez que mató, André Luiz de Oliveira buscó el consejo de su padre. Oliveira se había convertido en policía porque estaba en su sangre: siempre que su papá se ponía el uniforme, le fascinaba el brillo del cinturón y el lustre de las botas. Había crecido escuchando historias sobre servir y proteger, rodeado de policías que iban a su casa los fines de semana para disfrutar de un churrasco, convencido de que luchaban del lado de los buenos.
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