Un verano de finales de los años 20 del siglo pasado, la rompedora Gabrielle Chanel, la diseñadora francesa que se hizo llamar Coco, regresó a París con la piel dorada tras permanecer unos días en la Costa Azul. Se mostró bronceada en el universo de pieles blancas que dominaba la estética reinante. La fuerza de Chanel, que ya había descolocado a la alta sociedad vistiendo camisetas a rayas como los gondoleros venecianos, sería determinante para la salud dérmica de Occidente en el último siglo.