Cuando Pedro Almodóvar llegó a Madrid siendo aún un adolescente, con 17 años, dejando atrás la opresora y sombría Calzada de Calatrava, no dio crédito, entrando por la deprimente carretera de Extremadura, ante lo gris y desoladora que resultaba la capital. Pero, ¿ya imaginaba que Madrid iba a convertirse, muy pronto, en un personaje más de sus celebradas películas? Si el cine de Woody Allen es una eterna carta de amor a Nueva York, el de Almodóvar es un monumento a Madrid, símbolo de libertad, cincelado a golpe de adoración.