La primera vez que le vi, llovía a cántaros. Comenzaba a anochecer. Parado en el semáforo, me fijé en su aspecto. Llevaba playeras cómodas, con suela acolchada, de quinceañero. Sin embargo, rondaría los ochenta años. La chaqueta tal vez le protegiese lo suficiente del frío, pero estaba completamente calada. Hacía esfuerzos porque los pañuelos que ofrecía no se empapasen. Los protegía como podía, pero con poco éxito. Busqué en mi cartera, saqué un euro y bajé la ventanilla. El semáforo se puso en verde y el coche de atrás me pitó...