Si hay algo que nos engancha de Madrid son sus eternos cielos azules. A nosotros, que somos del Norte, eso de salir de casa con las gafas de sol colgadas a perpetuidad de la camisa (en vez del paraguas) nos parece casi casi un milagro. Por eso, en cuanto la primavera empieza a insinuarse, enterramos el abrigo y la bufanda en el fondo del armario, nos calzamos unas sandalias para enseñar los deditos y nos podemos inmediatamente a otear el horizonte en busca de aceras y tejados en los que cañear y solear cual lagartos.
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