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Relatos del último acomodador de cine - Parte I

Relatos del último acomodador de cine - Parte I [GenB]

El mundo del cine que nos ha proyectado Hollywood siempre ha estado ligado al glamour y la elegancia de las alfombras rojas, donde los actores y actrices desfilan sonrientes. Un universo casi ficticio en el que viven aquellos famosos dentro de su Olimpo, disfrutando de unas vidas aparentemente perfectas, aunque en ocasiones tampoco es oro todo lo que reluce, tal como nos narró Peter Biskind en su interesante libro: "Moteros tranquilos, toros salvajes"

Este universo, como suele ser habitual, se compone por varios niveles de status. Yo quería formar parte de él dada mi pasión por el séptimo arte, pero como no podía ser de otra manera, me situaba en el piso más bajo de la pirámide.

Me encontraba en mi primer empleo, y sin saberlo, me adentré en los años laborales más felices de mi vida, que a su vez, también me enseñaron que yo y mis compañeros, aunque éramos los últimos gusanos de la industria, formábamos parte de algo mucho más grande, ya que fuimos una de las últimas hornadas de acomodadores de cine. Ésta es mi historia tan personal como real.

El trabajo de cara al público es posiblemente el más desagradecido de todos, y digo posiblemente porque no puedo compararlo con otros mucho más duros y complicados, faltaría más. Son oficios donde eres consciente de lo mucho que puedes llegar a odiar a la humanidad, pero a su vez te sumerges en situaciones tan hilarantes y absurdas que costaría creer el resto de los mortales, excepto que aquellas personas también hayan sufrido en sus propias carnes este tipo de ocupaciones. Pero vayamos a mi experiencia.

Llegué a unos multicines el mismo día que cumplía 18 años, todo un regalo. Llegaba el momento de valerme por mí mismo, ya que la vida se ponía cara y creí conveniente que mis padres ya habían hecho el esfuerzo correspondiente con todo aquello de traerme al mundo. Lo cierto es que tampoco lo pedí, pero allí me encontraba.

De primeras acudí a la entrevista de trabajo en la que me hicieron una serie de cuestionarios en papel. Tampoco entendía qué tenían que ver ese tipo de preguntas para las funciones que yo iba a prestar a la empresa, pero ahí estaba, respondiendo, bolígrafo en mano a todo aquello. Parece que fue bien, y mi entrevistador y futuro jefe, asintió con la cabeza mientras leía detenidamente aquellas notas redactadas con letra de médico. Me preguntó cuándo podría empezar, y mi inexperiencia y corta edad, me llevaron a contestar un: "cuando quieras". Me dijo que sí podía al día siguiente y acepté. Lo cierto es que me apetecía una mierda que todo fuera tan rápido, sin tiempo para asimilar mi nuevo cambio de vida hacia la población activa, además, teniendo en cuenta lo anteriormente mencionado de la fecha tan señalada de la que se trataba, pero bueno, era lo que tocaba. Una vez nos dimos la mano en señal de aprobación, cerrando el trato que me llevaría a las experiencias más alucinantes y ridículas que he vivido como trabajador y como ser humano. Justo después, aquel tipo cuyo nombre me reservaré, salió de la sala por una puerta corredera de cristal, que al cerrarla, estalló en mil pedazos, cubriéndome de pequeños vidrios por todo el cuerpo. Tras esto, digamos que todo auguraba un destino incierto.

Aparecí al día siguiente para recibir mi uniforme y una pequeña instrucción sobre mis tareas en aquel lugar. Me metieron por rincones inquietantes, con pasillos blancos y tuberías al descubierto; de alguna manera me sentí como Jonás en la ballena, adentrándome en las tripas de aquellos cines. Me fueron entregados unos pantalones negros, una camisa blanca, una americana azul y una corbata. Lo cierto es que me incomodaba vestirme de esa manera para las funciones que allí iba a desempeñar, que a la postre, descubrí que básicamente consistían en limpiar la mierda que los espectadores dejaban en las salas.

Una vez vestido, me acompañaron a la zona llamada popularmente por los veteranos: "el corte". Tenía esa denominación porque era el lugar donde se realizaba el famoso corte de entradas, compuesto por un largo pasillo, un cordón de terciopelo y un mueble tan aparatoso como horrible de metal con agujeros marcados con todos los números de cada sala, donde se depositaban la parte correspondiente del ticket a su orificio. Allí se encontraban los primeros compañeros que conocí, apoyados sobre aquel tótem de poder plateado y sin muchas ganas de nada en aquel momento. Saludé, me presenté y comenzaron a contarme cuáles eran nuestras funciones y de qué manera se podían llevar a cabo de la manera más eficiente para, ―y cito textualmente―, "acabar pronto y tocarte las pelotas el mayor tiempo posible". Eso me fascinó e interesó a partes iguales. En ese mismo instante supe con total seguridad que había nacido una conexión entre aquellas personas y yo. Casualmente el resto de compañeros (y no eran pocos), que conocí los siguientes días, coincidían en esta misma disciplina y metodología de trabajo, lo que derivó irremediablemente en una hermandad entre ellos, ellas y yo que duraría hasta el fin de mis días en ese lugar.

Lo siguiente que aprendí, es que las salas estaban numeradas de la uno a la diecisiete: de la uno a la ocho en la planta baja, la nueve en la intermedia y el resto en piso superior, a las que se accedía mediante unas escaleras mecánicas. Lo curioso es que aquel cine únicamente disponía de dieciséis salas. La sala diez no existió jamás, ni tenían la menor intención de crearla, pasando de la nueve directamente a la once, sin ningún tipo de sentido. No encontré a nadie durante esos años que pudiera darme una explicación lógica a semejante excentricidad que poco a poco lo asumí como algo normal, y por algún motivo, lo acepté sin más. También descubrí que era algo que a los clientes también les confundía y con razón, lo que llevaba a jugar con sus cabezas: "sala diez, subiendo por las escaleras", y hacerles dar largas vueltas por el recinto como Lemmings cargados de palomitas y refrescos, buscando aquella sala sin éxito durante largos periodos de tiempo en el caso de que se portaran mal o no dieran las buenas tardes. Tampoco costaba tanto.

Era una tarde de viernes, lo que anunciaba que había estrenos ese mismo día. Recuerdo con total claridad uno de ellos por algún motivo que no alcanzo a entender, ya que la película era "Salir pitando" con Willy Toledo y Javier Gutiérrez, una basura a todas luces que mantuvo el fin de semana la sala más bien vacía. Pero me recuerda a tiempos mejores, cuando Guillermo Toledo era uno de los actores españoles más cotizados desde "7 Vidas" hasta spots publicitarios de World of Warcraft

El aroma a palomitas recién hechas inundaba el ambiente, invadiendo el entorno casi de manera agresiva. Un reclamo para los hambrientos consumidores que ya tenían por costumbre adquirir su menú con refresco que luego derramarían por la vieja y deteriorada moqueta que cubría el suelo bajo las butacas. Una práctica más que habitual de nuestros queridos clientes, que tampoco acostumbraban a recoger sus consumiciones una vez finalizada la película.

Por mi parte, tuve un tutorial acelerado sobre cómo observar la "pantalla maestra" que indicaba cuándo se podía acceder a una sala y cuando no, con un panel de colores tipo semáforo que sólo era comprensible para nosotros, pero para los que habíamos adquirido cierta habilidad para descifrarlo, algo así como en "Matrix" cuando Neo observa a través de ese código verde con símbolos en caída libre cuando por fin libera su mente. Pero aquel televisor de tubo estaba a la vista de los ansiosos usuarios que esperaban impacientes por acceder a su sala, la cual interpretaban como ellos querían, e intentaban explicarte que ya podían entrar, aunque no fuera así. Ese milenario arte no estaba destinado a la "población civil", y había que explicarles que el funcionamiento no era así, siendo víctima de sus miradas acusadoras y sintiéndose engañados, pese a no ser así. 

En el corte te turnabas por horas, ya que aquella tarea era larga y aburrida. Tu misión era estar ahí sin más, aunque también velar por el correcto acceso en el flujo de público, a veces con disputas verbales y otras con aclaraciones conciliadoras. Pero una vez eras liberado, sentías de nuevo ganas de vivir, aunque no duraban demasiado, ya que era el momento de hacer lo propio en el trabajo de campo que era el interior de las salas.

Aquellos lugares eran sitios hostiles, donde la figura de autoridad eras tú. Cabe destacar que no obtuve mi primera linterna hasta un año después. No porque tuviera que pasar un complicado examen como Will Smith en Men in Black para poseer la herramienta de borrado de memoria, sino porque parece ser que nadie desde la dirección reparó en que debíamos poseerlas. Los móviles por aquel entonces no estilaban utilizarse como faroles, ya que no disponían de esa tecnología. Pero un día llegó, y me hicieron entrega de mi linterna de acomodador marca Cegasa de color rojo. Ahí sentí el poder total, pero eso vendrá en el siguiente capítulo.

DaviOne
DaviOne

17 de enero 2024

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