El lenguaje de los hechos o el otro Durruti - José Fergo

Antonio Morales Toro y Javier Ortega Pérez (eds.) El lenguaje de los hechos. Ocho ensayos en torno a Buenaventura Durruti. Los Libros de la Catarata, Fundación Salvador Seguí, Madrid, 1996.

DURANTE la larga noche del franquismo, se dice que más de una vez manos anónimas de mujeres utilizaron lápices de labios para trazar el nombre de Durruti en letras carmesí sobre la tumba del héroe, que los vencedores habían "desidentificado" estúpidamente para contrarrestar cualquier efusión popular. Nunca sabremos, por supuesto, si el gesto denunciado es cierto. Lo que sí sabemos es que, real o imaginario, encaja admirablemente en la leyenda e induce la idea de la escritura como vehículo esencial del mito. Aquí, la escritura pretende dar al muerto su identidad. En otros lugares, le da su dimensión simbólica sobrehumana, titánica, extraordinaria, fabulosa y romántica. Así, María dos Prazeres, la vieja prostituta de Gabriel García Márquez, es un símbolo maravilloso de la fuerza del mito y de su eterna juventud: presintiendo la llegada de la muerte, pide ser enterrada lo más cerca posible de Buenaventura, y es precisamente este voto de amor y de memoria el que suspende la muerte y abre a la heroína las puertas de un presente insospechado. El mito es la otra cara del Padre. Protege contra los estragos del destino, contra la propia muerte.

Cualquier biografía de Durruti es imposible. Abel Paz 1 lo ha demostrado. Los riesgos serían sin duda demasiado grandes -o contraproducentes, o inútiles- para atenerse a la compleja verdad, a la dimensión humana del personaje, a sus contradicciones. Julio C. Así lo entendió Acerete cuando escribió: "Los datos que tenemos sobre Durruti provienen de amigos o admiradores incondicionales, de personas que vivieron su experiencia con él. Se trata, pues, de un material necesariamente subjetivo, humanamente conmovedor, pero inadecuado para cualquier pretensión científica.2 " Hans Magnus Enzensberger, por su parte, en su biografía-collage 3, sorteó el obstáculo introduciendo una diferenciación entre la llamada historia científica -rigurosa, problematizada- y la historia como ficción colectiva, libre de toda camisa de fuerza y capaz de integrar "la leyenda, la banalidad o el error, siempre que permanezcan vinculados a una representación concreta de las luchas del pasado". Si el éxito de Enzensberger es innegable, es porque aquí la novela prima sobre la biografía y el autor no asume personalmente -a diferencia de Paz- la responsabilidad de la canonización de Durruti. De este modo, evita ponerse en la situación de que "los muertos, por utilizar la acertada frase de Alberto Hernando, puedan servir para justificar la propia vida de los hagiógrafos" 4.

Cada uno de los ocho ensayos que componen El lenguaje de los hechos intenta liberar a Durruti abriendo la jaula en la que languidece la figura del héroe, la jaula en la que le han encerrado sus amigos, enemigos, biógrafos y el movimiento libertario en su conjunto. Más que atacar el mito, y el culto a la personalidad que ha engendrado, el objetivo aquí es reexaminar la carrera de Durruti e interpretarla críticamente. Se trata también de saber si, aligerada de su peso de martirio y devuelta a su justa medida, esta historia puede por fin superar el espesor del tiempo y dirigirse a los que están agobiados por el gran vacío de nuestro presente.

Existe una fuerte relación entre el anarquismo y su historia, una relación basada en el recuerdo incesante de sus logros y preocupada por reivindicar un pasado sistemáticamente ocultado por la historia oficial. Esta relación, sin embargo, devora en muchos sentidos una paradoja: al historizar sus propias derrotas, el anarquismo corre el riesgo de transformarse en un relato histórico permanente. Por su propio planteamiento, la reflexión plural emprendida en El lenguaje de los hechos es bastante atípica y, sin duda, excepcional. Al cuestionar el tipo de relación que el presente puede establecer con el pasado, al rechazar el orden del relato histórico, al poner límites a la fidelidad al mito, implosiona la clausura que impone la historia, el certificado de defunción que firma, la asfixia que provoca cuando la referencia al pasado -y su eterna repetición- limita la perspectiva en lugar de abrirla. "Nada ha surgido de la historia", escribe Mercedes de los Santos 5, cuando analiza el "devenir revolucionario" de Durruti. Y añade: "Sólo hacen historia los que se oponen a ella, no los que la integran". Al agotarse "en la historia", el anarquismo acabaría por no estar ya "contra la historia", sino "fuera" de ella, por utilizar categorías que Nico Berti hizo famosas 6.

La historia de Durruti, lastrada por su peso de leyendas y derrotas, repleta de lecciones inútiles, abarrotada de interpretaciones contradictorias, no puede, señala Mercedes de los Santos, servirnos de mucha ayuda, pues el presente al que nos enfrentamos implica no sólo la necesidad de "buscar soluciones diferentes", sino también la obligación de "plantear los problemas de otra manera". "Reflexionamos constantemente sobre el pasado y el presente, sobre el presente y el futuro, como si quisiéramos arraigar nuestra verdad en los hechos de nuestros predecesores", añade, cuestionando el valor mismo de la búsqueda para "buscar el error" en sus caminos, cuando la única pregunta que debería hacerse es: "¿Cómo podemos devolver el sueño a los hombres? El "devenir" de Durruti sería el viaje del sueño en toda su inactualidad, desligado de la historia y en eterno movimiento.

Para estos "hombres de acción" por excelencia que eran Durruti y sus compañeros, el movimiento estaba tan identificado con la revolución que ninguna derrota sufrida podía ponerlo en duda. Era su propia condición, su motor. Para quien "el simple hecho de emprender una lucha [era] ya una victoria" 7, la "gimnasia revolucionaria" maltesa puesta al día por García Oliver y practicada sin reparar en gastos durante los años 20 y luego los 30 por "Los Solidarios" y "Nosotros", no implicaba ninguna obligación de resultado. A la vez prueba ontológica de la subversión y experiencia práctica de su grandeza, la lucha que generó tomó la apariencia de la guerra, con sus cuerpos francos, su práctica del secreto y su mística del combate.

Antonio Morales Toro 8 trata de reunir dos rasgos específicos del anarcosindicalismo español: su antiintelectualismo y esta particular práctica de la acción revolucionaria. "Creo sinceramente -explicó en su momento Francisco Ascaso 9- que nuestro movimiento no brilla por su capacidad teórica si, proporcionalmente, lo comparamos con el de otros países, [...] pero el proletariado español ha aprendido más por las experiencias prácticas de los anarquistas que por todos los libros y folletos que no ha leído." Este lenguaje de los hechos, bastante cercano a una fuerte tradición -o enfermedad infantil- del anarquismo, refleja bastante bien el "antiintelectualismo del hombre de acción", que subordina la teoría a la práctica y rechaza la mediación de la razón cuando ésta legitima, como suele ser el caso, las múltiples figuras de dominación. Esta otra forma de decir se define en el campo de la acción y contra el discurso. En esto, el "hombre de acción" es un "hombre común", al que nada separa de los demás hombres y cuyo lenguaje es inmediatamente identificable por ellos. Esta es su fuerza, pero también su debilidad. Está fuera de la ley, como está fuera del campo conceptual, en una permanente "línea de fuga". Está en la historia, ciertamente, pero fuera del tiempo histórico, un tiempo que ninguna organización revolucionaria puede, por desgracia, subestimar.

En el centro de la polémica entre "trentistas" y "faístas", sutilmente abordada por Miguel Ángel Girón Calero10, se encuentra efectivamente esta cuestión del tiempo. El tiempo presente, que implica consolidar la organización, por un lado; el tiempo eterno de la efervescencia revolucionaria, por otro. Si esta confrontación, aunque fechada, sigue siendo hoy simbólica, si atraviesa -sin que sus protagonistas lo sospechen siempre- la historia de sus frecuentes escisiones, hay que ver en ella, sin duda, una concentración de la problemática constante a la que se enfrenta el anarcosindicalismo, una especie de adecuación cronométrica imposible entre el tiempo real y el tiempo del sueño. Esta percepción del tiempo -como dato objetivo y subjetivo a la vez- nos permite captar de otra manera las expectativas e impaciencias que el historiador reduce más a menudo a una dicotomía fácil entre reformismo y revolución, entre sindicalismo y anarquismo. En el caso que nos interesa -la fractura del anarcosindicalismo español en los años 30- la escisión encuentra una explicación al menos tan convincente como las que la historia conserva y que la mayoría de las veces se inscriben en categorías ideológicas estrictas. Para los "posibilistas", el momento exigía un cambio de ritmo, una toma de conciencia de la situación política que la naciente república estaba seguramente cambiando. Para los "faístas", ningún tiempo debe sustituir al de la revolución y frenar su movimiento metronómico.Retirada unionista, por un lado, y activismo desenfrenado, por otro, dos medidas de tiempo diametralmente opuestas, irremediablemente contradictorias, en las que los protagonistas se dejarían llevar por invectivas agotadoras, y en las que las pretensiones y derivas de ambos se afinarían, hacia el exceso de realidad para los primeros, y hacia el todo por el todo para los segundos.

Para Frank Mintz11 , la actitud y las prácticas del grupo "Nosotros" se basan en "una mentalidad típicamente manipuladora y autoritaria". Le atribuye "una clara voluntad de dominar tanto a la CNT como a la FAI" y se remonta a la extraña forma en que -revelada por José Peirats y confirmada por Juan García Oliver- un grupo que no pertenecía a la FAI hablaba regularmente en su nombre. Pero el gran mérito de la contribución de Frank Mintz es, sin duda, que nos da una visión sintética de la complejidad de las cosas, de la diversidad de tendencias que poblaban el movimiento libertario y de las contradicciones que lo atravesaban. Al final del camino, si la revolución de julio de 1936 cambió incuestionablemente la situación, también difuminó -y en gran medida- las fronteras que delimitaban los campos de la preguerra. Así, los adversarios de ayer se sentaron juntos en el gobierno de la República, y la FAI comenzó su transformación en una organización-partido sin que los espíritus puros de la anarquía impoluta encontraran nada malo en ello. En cuanto a los miembros del grupo "Nosotros", regaron todos los campos -militar y político- abandonando la mayor parte del tiempo esa coherencia interna de la que tanto habían hecho gala. ¿Y Durruti? Ciertamente expresó, y de forma reiterada, divergencias con la dirección de la CNT- FAI, pero nunca pusieron en duda su adhesión a la línea general. "Penetrado -escribe Mintz- por su propia capacidad de intuir los deseos de los trabajadores", Durruti acabó olvidando verdades anarquistas evidentes, como el control y la rotación de los mandatos, única garantía contra las derivas autoritarias. En este sentido, a pesar de los desmentidos de sus fascinados fanáticos, él también, en cierto modo, legitimó la "comitocracia" y su omnipresente influencia en la base militante.

Graham Kelsey 12 ataca el propio mito durrutiano, la fuerza legendaria del personaje, confrontándolos con la historia con una rara sagacidad y un verdadero rigor. Si la figura del héroe queda evidentemente mellada, también se humaniza, a través de este brillante estudio, al encontrar el lugar que le corresponde junto a "los miles de Durrutis" que la fuerza del mito ha terminado por arrojar a la sombra. Kelsey, que centra su tema en Aragón, plantea muchas preguntas que son otras tantas negaciones del mito: sobre el papel -discutido, con pruebas que lo avalan- que la columna Durruti desempeñó en la liberación de ciertos territorios, donde el fascismo fue derrotado, en cambio, por militantes locales anónimos; sobre el orden de llegada de las columnas, que trastorna el calendario oficialmente establecido y da una ligera ventaja a la columna Ortiz sobre la de Durruti; sobre la valentía de los combatientes y el genio militar de su jefe, que se vio minado desde las primeras batallas, que terminaron en una amarga retirada hacia Bujalaroz; sobre la influencia, en fin, que tuvo Durruti en el movimiento de colectivización de la tierra, que fue real sólo en los pueblos limítrofes con el frente, pero nula para todos los demás. Este punto particular del argumento de Kelsey -más delicado aún porque a menudo ha servido para establecer el mito durrutiano entre los anarquistas- merece ser considerado por un momento. Para Kelsey, convertir a Durruti en el principal protagonista del movimiento colectivista aragonés es una "simplificación absurda" y legitima el discurso de los opositores a la experiencia autogestionaria, para quienes ésta sólo existió bajo la presión de Durruti y las milicias confederales. También niega la indiscutible capacidad autónoma de los campesinos de Aragón para tomar su destino en sus manos. Por último, reduce al mínimo el papel decisivo de los propios militantes locales de la CNT en la difusión de la idea colectivista y su aplicación concreta. Si hay que reconocerle a Durruti un mérito especial, es sin duda por haber aprobado, a principios de octubre de 1936, la creación del Consejo Regional de Defensa de Aragón y, por este hecho, por haberse distinguido de las "estrellas del anarcosindicalismo -Martínez Prieto-", Rodríguez Vázquez, García Oliver, Montseny y Santillán", que apreciaron moderadamente este empuje revolucionario en un momento en que habían entrado, con buen pie, en la fase de compromiso en nombre de la unidad antifascista.

"La historia práctica del anarcosindicalismo -sobre todo cuando sigue el camino abierto y trazado por Durruti- demuestra que el antimilitarismo no excluye todo lo militar, incluido el ejército revolucionario, sino que lo incluye, al contrario, como condición para aumentar su poder de acción." Para Javier Ortega Pérez 13, la CNT no sólo no ha hecho nunca del antimilitarismo un "principio absoluto", sino que ha integrado en su historia toda una "tradición militar" a través de los episodios violentos y armados que la señalan. La propia carrera militante arquetípica de Durruti -que se abre con una deserción y se cierra con la muerte de un comandante del ejército- resume esta "tensión interna" entre un antimilitarismo de tipo anarquista clásico y una forma de militarismo vinculada a la eficacia revolucionaria. A lo largo de su vida, Durruti parece haber asumido esta contradicción sólo con dificultad. Como anarquista puro, por un lado, y activista armado, por otro, a menudo daba la impresión de estar en el límite, oscilando de un polo a otro, y de comprender -sin admitirlo- la deriva militarista de su cercano compañero de armas, García Oliver. También en este caso, la revolución española suprimió el dilema armando al pueblo y creando su propio ejército, pero el anarquismo no salió -por decirlo de alguna manera- indemne, sobre todo porque la lógica de la guerra fue sustituyendo a la lógica social y le hubiera sido difícil resistirse a ella por completo.

La Guerra Civil española", escribe Andrés Ruiz Jiménez 14 en una contribución cuyo tema se aproxima al anterior, "fue un proceso histórico que llevó a la destrucción de las esperanzas revolucionarias del movimiento libertario español en un momento en que sus posibilidades de concreción parecían estar al alcance de la mano. Es esta erosión de la diferencia libertaria la que Ruiz Jiménez analiza aquí, su absorción, incluso en el lenguaje, por las fuerzas de la contrarrevolución, su integración en esta lógica de guerra cuya primera víctima fue la propia revolución. Si las columnas de milicianos eran "correas de transmisión del sentimiento anarquista", era necesario, para reducirlo, acabar con ellas. La militarización de las milicias fue la condición, si no suficiente, al menos necesaria, para la inversión de la correlación de fuerzas a favor del antifascismo estalino-burgués. Al someterse a esto, la CNT y la FAI aceptaron la primacía de la lógica de la guerra, su imposible superación. Se puede discutir durante mucho tiempo sobre las razones que llevaron a las organizaciones libertarias a ceder al mandato militarista sin oponer mucha resistencia, y cada uno las encontrará, según sus propios prejuicios o análisis. Sin embargo, no está prohibido retener una explicación sencilla: derrotados psicológicamente, la CNT y la FAI habían renunciado ellos mismos a la revolución y sólo se preocupaban, a partir de entonces, de evitar tener que cargar con el peso de la derrota. La posición adoptada entonces por la columna Durruti, punta de lanza de una revolución en retirada, simboliza perfectamente el desconcierto que se había apoderado de sus milicianos y de su inspirador. A la defensiva, se atiene al principio de realidad, lo que significa que los proyectos, las utopías y los sueños quedan relegados a un futuro hipotético y que la guerra se libra de forma disciplinada, con la idea del sacrificio en la bandolera. La voz en off podría decir que se trataba de aceptar la militarización para mantener el control político de la columna, transmutado en división, y esto era sin duda una razón, pero también era desconocer la verdad primaria de que la disciplina de cuartel es poco compatible con el deseo de emancipación.

Existe, en efecto, un "Durruti normalizado de la tradición anarquista", explica José Ramón Megías Cillero 15, cuya encrucijada de prisión y exilio amplió su estatura. El hombre que tuvo la misteriosa muerte del héroe, en un momento en que la revolución aún rugía, calentó durante mucho tiempo los pesados corazones y los magullados cuerpos de los combatientes derrotados y traicionados. Para ellos, lo era todo a la vez: el expropiador, el reparador de males, el bocazas, el pájaro de fuego de los sueños de justicia, el luchador valiente y el hombre del pueblo. Todo al mismo tiempo. Decir que inventaron un Durruti, los compañeros de la derrota, no es mancillarlos, al contrario, es comprenderlos, admitir la pureza de sus intenciones. El mito es sobre todo eso, la traducción práctica de una emoción, la hermosa nostalgia de un mundo desaparecido, el olvido imposible. No es la verdad, por supuesto, es el eco de las pasiones.

El lenguaje de los hechos no pretende destruir el mito. Lo aprovecha para buscar al otro Durruti y devolverle la figura humana de un hombre de aquella inolvidable generación rebelde que quiso cambiar el mundo y no estuvo lejos de conseguirlo. Si Durruti pierde un poco en grandeza, gana en verdad.

José Fergo