La culpa de todo la sigue teniendo Yoko Ono

Yoko Ono ya es una señora mayor. Aún así, se conserva muy bien. Una buena alimentación, horas de meditación mística oriental y, sobre todo, una imagen muy cuidada. Gusta de ponerse unas gafas de sol, caídas a la altura del cartílago de la nariz, y un trilby inclinado hacia atrás, mientras acude a todo tipo de eventos de arte contemporáneo. En muchas ocasiones, incluso la invitan a actuar.

Yoko Ono sigue haciendo lo mismo que hace cuarenta años: ponerse delante de un micrófono y simular un orgasmo salvaje similar a dos cacatúas tratando de aparearse dentro de un helicóptero en vuelo. Y lejos de sufrir desaprobación, el público de tales eventos la aclama. "Eso es arte, raro, pero arte". "Es libertad creativa". "Bueno, estamos en el MoMa; habrá que aplaudir, digo yo".

En la esquina del museo hay un chico joven que pinta retratos a carboncillo. A veces no le quieren pagar.

Al fin al cabo, todos somos un poco Yoko Ono. Nos basamos en nuestra reputación social para tratar de hacer lo que queremos. Y claro que vamos al MoMa; al fin y al cabo es arte contemporáneo, innovador, progresista, un espacio de creación. ¿El Louvre? Un conservatorio de antiguallas para nostálgicos de una época donde el arte estaba encasillado bajo unos patrones estéticos caducos.

Bajo esa fórmula del éxito, los medios de comunicación y las redes sociales se han convertido en el MoMa de la política. Solo se ha cambiado el concepto de público por el de audiencia. "¿Y hoy qué hacemos?" "Gritar". La audiencia viene sola. Si vemos los medios de comunicación españoles, todo son gritos, retretes firmados y cuadros pintados con sangre menstrual. De La Primera a La Sexta, incluso si pasamos por el #0. No solo se han rendido al arte contemporaneo sino que se atreven a tildar a Wolf Vostell de retrógrado.

Las performances mañaneras comienzan con un lienzo pintado en violeta, que algunos se atreven a manchar con un poco de azul, pero que por regla general acaban con largas pinceladas de amarillo chillón. Un señor de La Sexta insiste en teñirlo todo de rojo que, ligado a su nombre, imprime un efecto óxido al cuadro final. En Cuatro han pasado directamente al fundido en negro. En las ondas, las caperuzas violetas se ven interrumpidas por un nazareno que prefiere el blanco, todo con el sonido de fondo del reggaeton.

Por la noche, la historia cambia. Después de una merienda de roscos y bombas, pasamos al acto final. Lo que debería ser La Barraca de Lorca se transforma en un espectáculo de monos arrojándose heces y osos montados en monociclo. En el número que no suma (curiosamente, propiedad de una empresa que no deja de incrementar la factura de sus clientes) un humorista se gana los garbanzos sabida cuenta de que buena parte de la audiencia no sabe interpretar una resolución judicial. En el hexágono, comienza una lucha feroz para otorgar el premio a "Facha del Día". En la cadena de la flor van directamente a lo fácil y montan un circo para niños. Y en Telecinco se limitan a juntar a unos cuantos aspirantes a Yoko Ono en un espacio limitado y ver cómo se provocan sordera crónica entre ellos mismos. Los fines de semana se pueden observar unos collages elaborados al unísono por artistas variopintos, y algún que otro pseudo-documental grabado con gafas de efecto espejo.

No es de extrañar que aquellos que quieran ver arte clásico tengan que recurrir al número de la mala suerte, donde están más preocupados por la restauración de iglesias y viejos monumentos enmohecidos que por el arte en general. Para la radio, el creador es una especie de Leo Bassi que propone hacer arte explotando cosas.

Y mientras los monos nos salpican con sus heces y los pajaritos nos picotean los ojos, de vez en cuando aparece un tipo disfrazado de John Lennon que dice que no, que esta vez pasa de la Yoko. Y que va a resucitar a Los Beatles. Y claro, va la gente y le compra el disco, a pesar de que el single suena como un vinilo viejo que crepita a ritmo de marcha militar.

Por eso, sería bueno que los artistas salieran a la calle de cuando en cuando para pintar retratos de la gente común. Bueno, y que la gente deje de ir a los museos para ver tendencias, al menos mientras sus directores se sigan poniendo en sus puertas para insultar a todo el que no entre.