Porqué a Dita no puede salvarla Superman

     No, no es que yo esté hecha de kriptonita, se trata de todo un cúmulo de factores. Verán, resulta que estaba haciendo callar a mi cerebro con un poco de cine clásico y la cinta elegida fue la primera entrega de Superman, largometraje que hoy puede resultar algo ingenuo, pero sigue cumpliendo su frase promocional: “creerás que un hombre puede volar”. En cierto momento de la proyección, la periodista Loise Lane queda colgada de un helicóptero y, después de unos dramáticos momentos de tensión, la mujer cae al vacío. Y en ese preciso instante, llega Superman y la toma en sus brazos al vuelo.

     Esa parte de mí que aún se defiende de mi cinismo con uñas y dientes y a la que le encantan el punto de cruz y Hello Kitty, pensó “¿no sería emocionante eso de que Superman me tomase en sus brazoooooooos…?”

NO. Y ahora vamos a ver porqué.

     En primer lugar, la Lane se monta en un helicóptero a cuerpo gentil. Y oye, yo respeto muchísimo que ella lo haga si le place, pero yo no me subo ni a unos tacones sin ponerme antes paracaídas y firmar un seguro de vida. Para subirme a un helicóptero, su presumida servidora necesitaría dos paracaídas (no, no es que esté tan gorda, es para ponerme uno por delante y otro por detrás, por si acaso falla uno), un casco, un buen par de alas a la espalda y dos almohadones en el trasero. De modo que, caso de producirse el accidente, para cuando quiera llegar Superman, Dita ya está planeando suavemente mecida por alguno de los paracaídas. Y probablemente con los ojos más cerrados que una caja fuerte y cantando la Canción de las Niñas de Pesadilla en Elm Street, que es una de esas cosas que me ayudan a superar un poco los miedos.

     Segundo: vamos a suponer que mis paracaídas fallan y Superman me recoge. A ver… no sé ustedes, pero yo estoy cayendo de un rascacielos, llega alguien a tomarme en sus brazos, y yo me le agarro con tan desesperación que ya puede ser todo lo super que quiera que, como poco, dos costillas rotas se las lleva. Como épico, no quedaría nada épico, pero de paso que se olvide de frasecitas guays “oh, no se preocupe, yo la sujeto”, porque se habría quedado con menos aire que un salvaslip.

     Tercero: y probablemente más importante. A mí los estados de nerviosismo me dan por el ridículo y me entra la risa floja. Si yo estoy a punto de caer de un edificio como una castaña (y darme el castañazo. ¿Lo cogen? Castaña, castañazo… ¡NO! ¡Otra vez al manicomio, nooooooo!), y me recoge en sus brazos un hombre volador con un pijama del Barça que, no contento con agarrarme a mí, agarra también el helicóptero como el que coge un lápiz al vuelo, no sería capaz de aguantar la situación sin soltar alguna ditada estilo… “sí, sí, un helicóptero, pase, pero ya quisiera verle yo levantar el carrito de la compra cuando lo trae lleno mi madre”, o “oiga, moreno, ¿y como cuántos petisuises le daban a usted de niño?”. Que, fuera coñas, yo una vez que vi en una peli que un pelo de Superman sostenía una viga, pensé “mal lo tiene que pasar su peluquero para hacerle el ricito, ¿se lo hará con el rodillo de una rotativa, o con las orugas de un tanque…?”

      Claro, le suelto semejante chorrada a Superman y, con toda la razón del mundo, me dirá “mire, señora, mi deber es velar por el bienestar de la Humanidad, así que, en beneficio de la misma, lo mejor es dejar que se estrelle”, y ¡PLCHOF! Dita acaba con sus chistes malos definitivamente.

   

     Queda entonces demostrado que, si alguna vez me ven colgando en el vacío de un helicóptero, o cayéndome por las cataratas del Niágara o algo semejante, llamen a la policía, a los bomberos, o hasta a Lex Luthor. Pero NO llamen a Superman.