El reto de los 30 cuentos. 8.- Gnomo lesten

“Los gnomos, cuando van al baño no cierran la puerta. Prefieren que quede bien claro que la estancia está ocupada. No lo hacen por molestar a sus familiares, pero para ellos es un momento especial y sagrado, y detestan que les interrumpan llamando a la puerta. No soportan las distracciones cuando están creando. Y es que dentro de los baños de los gnomos es donde nacen las canciones, la poesía y la magia”.

Leí lo que acababa de escribir. Apenas cinco líneas en lo alto del folio insertado en mi vieja y pesada Olivetti. Vaya mierda. Gnomos en el retrete cagando mierda de colores, eso era lo que había escrito. Menuda mariconada. No sé quién me mandó a mí meterme a escribir sobre gnomos. Bueno, sí que lo sé, vaya si lo sé. El cabrón de Salva, por supuesto, porque no hay nadie mejor que un buen amigo para meterte en los mayores líos. Pero ¿qué podía hacer yo ante un anticipo de 3000 euros y la promesa de otros 3000 a cambio de escribir un libro de fantasía para su nueva editorial? A Salva le sobraba la pasta y, por lo tanto, todos los negocios que emprendían funcionaban de puta madre. Estaba claro que su editorial de libros de magia y fantasía no iba a ser una excepción. Aunque lo de apostar por mí para su lanzamiento estrella no me parecía una buena apuesta. A mí me iba muy bien escribiendo porno de terror. Me había especializado en el género y no me iba mal con mis recopilaciones de relatos en los que vampiresas ninfómanas dejaban completamente secos a cuanto adolescente se cruzaba en su camino. O esas historias en las que hombres lobo practicaban el bestialismo con jóvenes doncellas a la luz de la luna llena.

Sí, lo sé. Basura. Pero es mi basura y se me da bien. Paga las facturas y algunos extras, no demasiados. Incluso hay un proyecto para hacer una película basada en una de mis historias, una cosa con zombies, fantasmas y animadoras. Sí, claro, pensada para el mercado americano. Me gustaría que la dirigiera Robert Rodríguez o incluso Guillermo del Toro. O, si están muy liados, algún director jovencillo también valdría. Sería una buena forma de entrar en Hollywood. Y entonces todo cambiaría. No tendría que comprometerme nunca más a escribir mierda por encargo.

Mierda sobre… gnomos. Volví a mirar lo que había escrito. No había mejorado en absoluto, por supuesto. Seguía siendo un pastel empalagoso, un pastel hecho a base de caca de colores, cagada por enanitos barbudos que llevaban gorros puntiagudos ¿Quién iba a tragarse semejante basura? Yo no, desde luego. Y ahí estaba el problema. En que no me lo creía. A ver si me explico: yo no creo que existan los hombres lobo ni las mujeres vampiro y, por supuesto, no creo que se pasen el día buscando humanos para montarse increíbles orgías con ellos, orgías en las que las capacidades sexuales de los participantes se ven multiplicadas hasta más allá de lo soñado merced a los poderes sobrenaturales de, al menos, la mitad de los participantes. No, por supuesto que no me lo creo. Pero se trata de una cuestión de verosimilitud. Puedo escribir cuentos porno de terror porque puedo encontrar en ellos cosas creíbles. El truco, en realidad, está en inspirarse en gente que uno conoce y ponerla a hacer cosas raras. Una vez que empiezas, el cuento se escribe solo. Las vampiresas, los hombres lobo, los zombies y cualquier otro personaje de los que aparece en mis relatos no son más que humanos con ciertas… manías, por así decir. Pero no dejan de ser humanos.

Sin embargo, no conozco a nadie que se parezca a un gnomo. La persona más bajita que conozco es mi amigo, y ahora editor, Salva. Pero no me lo imagino con un gorrito puntiagudo componiendo canciones en el retrete con la puerta abierta. Bueno, sí, sí me lo imagino. Eso es lo malo. Me lo imagino y me doy cuenta de que no puedo escribir sobre eso. Si sigo intentando escribir sobre gnomos solo voy a producir un montón de papel manchado que irá directo a la papelera. Lo dicho, no me lo creo. No creo en los gnomos.

- ¡Gilipollas!

Espera… ¿qué ha sido eso? Aquí no hay nadie más. ¿Me he dejado la radio puesta? ¿Habrá sido alguien en la calle? ¿Le pasa algo raro al móvil? Esto no tiene sentido. Es raro, me pareció oír una voz. Una voz cascada, grave y estridente a un tiempo, que parecía decir…

- ¡Gilipollas!

Esta vez estaba atento y en seguida moví la cabeza en dirección al origen de la voz. Mala idea. El insulto había venido de una estantería que estaba a mi derecha, sobre la mesa de trabajo. Bueno, no había venido de la estantería. Las estanterías no hablan. Ojalá hubiera hablado la estantería. No, esto era mucho peor. La voz venía de un hombre pequeño, muy pequeño, que estaba sentado al borde de la estantería, con los pies colgando cerca de mi cabeza. Un hombre vestido de verde, con un cinturón de cuero y botas negras. Un hombrecillo de mejillas sonrosadas, mirada pícara y sombrero puntiagudo. Un. Puto. Gnomo.

- ¿Quién eres tú?, pregunté.

- Yo soy Segismundo -dijo el gnomo-. Y tú eres un gilipollas.

Vale. Tranquilidad. Los gnomos no existen. Me he obsesionado porque el anticipo ha sido muy gordo, el plazo se acaba y no soy capaz de escribir más que chorradas pensando en gnomos, pero los gnomos no existen. Lo único que necesito es tranquilizarme y centrarme. Tengo oficio suficiente como para salir del apuro. Si me relajo y me concentro

- ¡Ay! ¿Qué haces?

- Te he tirado un libro a la cabeza ¿Es que tengo que explicártelo todo? Mira que eres gilipollas.

En un momento dado puedo aceptar que me insulten. Al fin y al cabo, no tengo la autoestima de un columnista de El País, así que soy consciente de mis limitaciones como ser humano. Yo mismo me las puedo tomar a broma de vez en cuando. Pero que alguien parezca pensar que mi nombre de pila es “gilipollas” me resulta un poco excesivo. Sobre todo si ese alguien es un ser que no llega al medio metro de altura, contando el gorrito puntiagudo, y que, además, no existe.

- Vale, así que te llamas Segismundo…

- ¡SOY Segismundo! Y tú eres un gilipollas.

- Estupendo. Soy un gilipollas. Lo has dicho tantas veces en tan poco tiempo que empiezo a pensar que tienes razón. ¿Qué quieres?

- Quiero que dejes de escribir historias de gnomos. No tienes ni puta idea y da vergüenza lo que estás haciendo con mi gente.

- Bueno, en realidad todavía no he escrito ninguna historia de gnomos. Llevo apenas cinco líneas y no creo que…

- No, en efecto. No crees que. Y yo tampoco “creo que”. Y nadie cree que. Así que mejor lo dejas ¿vale?

Si hay algo que no me gusta es que me amenacen. Y las palabras del minúsculo, su tono y, sobre todo, su actitud, ahora que se había puesto de pie al borde de la estantería y gesticulaba amenazador por encima de mi cabeza, como si fuera más alto que yo, todo eso, no me predisponía en absoluto para aceptar sus órdenes acerca de lo que podía o no podía escribir.

- No. No vale. Perdona, enanito inexistente, pero escribiré sobre lo que me dé la gana. Hay mucho dinero en juego y no voy a dejarlo pasar porque venga una alucinación a decirme lo que tengo que hacer.

La situación era ridícula, sin duda, pero yo ya estaba convencido a estas alturas de que todo era fruto del agotamiento mental. Había trabajado mucho durante las últimas semanas, para llegar a escribir esas cinco tristes líneas acerca de enanos en el váter cagando poemas. Habían sido cinco semanas de improductiva frustración y mi cerebro estaba a punto de fundirse. La visión del gnomo lanzándome libros a la cabeza no era más que la manera que tenía mi subconsciente de presentar su rendición, no había duda. Una rendición que no iba a aceptar. Significaría renunciar a los 3000 euros que tenía pendientes de cobro y, algo mucho peor, supondría tener que devolver los 3000 euros del anticipo que ya había gastado. Ni hablar de rendirse. Además, en todo esto podía haber el principio de una historia…

- ¡Ay! Deja de tirarme libros.

- Pues tú deja de pensar siquiera en escribir sobre gnomos. Gilipollas.

- Pero es que tengo que hacerlo. Tengo que. No puedo evitarlo.

- ¿Por qué tienes que hacerlo?

- Es un problema de dinero.

- ¿Qué es dinero?

Puto gnomo. Viene a mi casa dando órdenes y con aires de superioridad y ni siquiera sabe lo que es el dinero. Para ser un producto de mi imaginación me ha salido bastante tonto, la verdad. Espera, claro, es un gnomo. Hay que hablarle de otra forma.

- Es una cuestión de oro, Segismundo.

Los ojos del gnomo brillaron.

- ¡Oro! ¿Por qué no lo has dicho antes? Los gnomos somos expertos en oro. Somos grandes mineros ¿no lo sabías? ¿No habrá también involucradas algunas piedras preciosas? ¿Esmeraldas? ¿Topacios? ¿Diamantes?

La actitud del gnomo había cambiado por completo. Su agresividad anterior había dado paso a una codiciosa simpatía. La actitud de su cuerpo ya no era desafiante sino casi (pero solo casi) servil. De pronto parecía que quería ayudarme.

- ¡Oye! Tengo una idea -le dije-. Está claro que si alguien aquí sabe todo lo que hay que saber sobre gnomos, ese eres tú.

- No lo dudes -respondió-. Además, no soy un gnomo cualquiera. Puedo asegurarte que entre los míos soy muy respetado y que por mis conocimientos acerca de la cultura y la historia de los gnomos se podría decir que…

- Vale, vale. Perdona que te interrumpa, pero no puedo perder mucho tiempo. Mañana tengo que entregar algo a mi editor. Una historia, como mínimo, o un boceto de historia o un plan. Algo, algo con sustancia, porque si no va a hacer que le devuelva el din… el oro.

- ¡Ah, no! De eso nada. El oro no se devuelve -el gnomo parecía sorprendido hasta el borde de la furia por esta idea. Además -continuó- si te ayudo tendrás que darme la mitad de tu oro, por lo menos.

Con que se trataba de eso. A esta visión no le bastaba con venir a molestarme justo en la víspera de la fecha de entrega sino que, además, pretendía quedarse con el 50% del beneficio. Porque era una alucinación ¿verdad? Tenía que serlo. Los gnomos no existen. Y si existían, no podían ser tan molestos como este enano faltón.

- Te decía que tengo una idea -continué-. Tú puedes contarme historias de gnomos y yo puedo escribirlas. Así mis historias no serán ridículas, el honor de tu pueblo estará a salvo y yo podré ganar el oro.

- Y darme la mitad.

- Y darte la mitad -concedí, pensado que ya encontraría la forma de resolver ese problema más adelante.

- Me parece una excelente idea -dijo Segismundo. Me parece una idea tan buena que está claro que ha sido mi idea, porque un gilipollas como tú no podría tener una idea como esa.

Conté mentalmente hasta mil. Varias veces. Muy deprisa. No pasa nada. Los gnomos no existen, me dije una vez más. Esto no es más que un truco de tu cerebro para sacarte del apuro. Ahora te vas a poner delante de la máquina de escribir y vas a copiar todo lo que te diga el enanito. No serás el primer escritor de la historia al que un enano subido al hombro le dicte los cuentos. Cosas peores se han visto.

Bajó de la estantería de un salto y se tumbó sobre la mesa, recostado sobre la máquina de escribir. Y empezó a hablar. Y continuó hablando. Al principio, yo copiaba todo lo que decía, prácticamente sin pensar en lo que estaba escribiendo. La cosa marchaba. Pero al cabo de un rato, me di cuenta de que lo que el gnomo me estaba contando no tenía el menor interés. Sus historias sobre “el gran pequeño pueblo” como él lo llamaba, no eran más que cotilleos sin trascendencia. Que si Sisebuto se había enamorado de Romualda, la hija de Valeriano; que si qué risas el día que Eustaquio se había caído en una mierda de vaca; que si Crescencia no se hablaba con Ataulfa, a pesar de ser primas, porque en el baile de primavera, una de ellas, no recuerdo cuál, le había dicho a la otra que Ramiro la prefería a ella…

Era horroroso. Al cabo de una hora copiando las banalidades que salían por la boca del gnomo ya no podía más. Era como estar hablando con uno de esos parientes que vivían en el pueblo y que cuando los llamabas por teléfono, una vez al año, como mucho, continuaban con la conversación en el mismo punto en el que la habían dejado la última vez, porque la hija del primo del cuñado del alcalde había sido vista con el cuñado de la prima del hijo del farmacéutico. Era eso, era exactamente eso. El gnomo era mi tía del pueblo. Tenía que hacer algo.

- Para un momento -le dije, cuando parecía que iba a contar una nueva historia acerca del día que un grupo de amigos fue a cortar hierbas al borde del arroyo-. Creo que necesito un descanso.

- ¡Menos mal! Creía que no lo dirías nunca -respondió Segismundo-. Estoy agotado y tengo la boca seca. No me vendría mal beber algo… ¿sabes?

- ¿Vino? -aventuré.

- ¡Vino! ¡Excelente idea!

El gnomo estaba de pronto de un humor desbordante. Ya me parecía a mí que el color de sus mejillas no era producido solo por la calefacción de mi casa. Le serví pan y embutido que devoró con fruición, y saqué una botella de vino de la que dio cuenta como si fuera agua y él acabara de cruzar el desierto. Desde luego, para lo pequeño que era, comía y bebía como una persona mayor.

- Bueno, esto es otra cosa – dijo, eructando y limpiándose la boca con la manga. Ahora me vendría bien dormir un poco.

- Espera, creo que podría hacerte una cama aquí mismo, encima de la mesa. Si aparto la máquina de escribir -le dije, mientras la levantaba

- Así está bien. Los gnomos podemos dormir en cualquier sitio. Solo tengo que tumbarme aquí…

No sé qué me pasó. No sé si fue el verlo tumbado, tan pequeño e indefenso, cerrando ya sus ojos rodeados de arrugas y apretando los puñitos bajo la barba. No sé si fue el recuerdo de los insultos que me había dirigido horas antes o la idea de tener que compartir con ese ser antipático la mitad de mis ingresos. Aunque en realidad creo que hubo dos cosas que pesaron en mi actuación de forma decisiva: el hecho de que seguía sin creer del todo que fuera real y, sobre todo que, real o no, contaba unas historias de mierda.

Bueno, y que me había quedado sujetando la máquina de escribir en el aire mientras veía cómo ese ser se quedaba dormido al instante y se me estaban cansando los brazos.

Un solo golpe fue suficiente. La verdad es que reventó como si fuera real, salvo por el hecho de que tenía la sangre verde. Sangre verde, quién va a creerse algo así. Pero lo dejó todo perdido, desde luego.

Lo eché en una bolsa de basura, que reforcé con otra, porque pesaba más que un perro muerto. Lo tiré al contenedor justo un momento antes de que pasara el camión y volví a mi casa. Me serví un generoso chorro de whisky y puse un folio en la máquina de escribir. Ahora sí que tenía una historia sobre gnomos por contar.