La lección del maestro (Henry James) (I)

Mediados de Enero. Fin de semana. Aviso de temporal... Creo que es el momento de compartir el relato que hace años quería compartir con los amigos meneantes aficionados a la buena literatura. Que los hay, y muchos.

Comparto aquí un relato realmente largo. Muy largo. SON 3 PARTES

Lo considero una de las obras maestras de todos los tiempos en cuanto a relatos y, para los interesados en la literatura, una obra de lectura imprescindible.

Para leerlo por simple placer, sin interés como autor o lector de determinadas características, aviso que puede resultar algo aburrido.

Con esto, como mayordomo que anuncia al caballero invitado, creo que cumplo.

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Le habían dicho que las señoras estaban en la iglesia, pero supo que no era así por lo que vio desde lo alto de las escaleras ‑descendían desde una gran altura en dos brazos, describiendo un círculo de un efecto encantador‑, en el umbral de la puerta que, desde la larga y clara galería, dominaba el inmenso jardín. Tres caballeros, sobre la hierba, a cierta distancia, se hallaban sentados bajo los grandes árboles, mientras que la cuarta figura lucía un vestido rojo que destacaba como un «poco de color» entre el verde fresco e intenso. El sirviente había acompañado a Paul Overt hasta presentarle esta escena, después de preguntar si deseaba ir primero a su habitación. El joven declinó tal privilegio, consciente de no haber sufrido deterioro alguno con un viaje tan corto y fácil y siempre deseoso de adueñarse de inmediato, por su propia percepción, de un nuevo escenario. Permaneció allí un momento, con los ojos en el grupo y en el cuadro admirable: los amplios terrenos de una antigua casa de campo próxima a Londres ‑eso sólo lo mejoraba‑, un espléndido domingo de junio.

 ‑Pero, esa dama, ¿quién es? ‑dijo al sirviente antes de que el hombre lo dejara.

 ‑Creo que es Mrs. St. George, señor.

 ‑Mrs. St. George, esposa del distinguido... ‑entonces Paul Overt se detuvo, dudando si este servidor lo sabría.

 ‑Sí, señor... Probablemente, señor ‑dijo su guía, que parecía querer indicar que un huésped de Summersoft sería, naturalmente, siquiera sólo por alianza, distinguido. Su tono, sin embargo, hizo que el pobre Overt apenas se sintiera así en ese momento.

 ‑¿Y los caballeros? ‑prosiguió Overt.

 ‑Verá, señor, uno de ellos es el General Fancourt.

 ‑Ah, sí, lo sé; gracias ‑el General Fancourt era distinguido, no había duda de ello, por algo que había hecho, o incluso quizá que no había hecho ‑el joven no recordaba cuál de las dos cosas‑ unos años antes en la India. El sirviente se marchó, dejando las puertas de cristal abiertas hacia la galería, y Paul Overt se quedó de pie en el nacimiento de la amplia escalera doble, diciéndose que el lugar era bonito y prometía una estancia agradable, mientras se apoyaba en la vieja barandilla de hierro finamente trabajada, que, al igual que el resto de los detalles, era del mismo período que la casa. Todo estaba acorde y hablaba al unísono, con una voz única: una rica voz inglesa de comienzos del siglo XVIII. Podía haber sido la hora de ir a la iglesia de un día de verano en el reinado de la reina Ana; la quietud era demasiado perfecta para ser moderna, la cercanía contaba como distancia, y había algo muy fresco y seguro en la originalidad de la casa grande y uniforme, en la superficie de los preciosos ladrillos más rosados que rojos y que habían sido despejados de desaliñadas plantas trepadoras, según la ley por la que una mujer de cutis poco común desdeña un velo. Cuando Paul Overt se dio cuenta de que los que estaban bajo los árboles habían advertido su presencia, dio media vuelta y por las puertas abiertas penetró en la gran galería que era el orgullo del lugar. Cruzaba de lado a lado y, con sus colores intensos, las altas ventanas, las zarazas de flores desvaídas, los retratos y cuadros de fácil reconocimiento, la porcelana azul y blanca de las vitrinas y las guirnaldas y rosetones sutiles del techo, parecía una alegre avenida tapizada que llevara al otro siglo.

 Nuestro amigo se sentía ligeramente nervioso; eso estaba acorde con su carácter de estudioso de la bella prosa, acorde con la disposición general del artista para vibrar; y había una particular emoción en la idea de que Henry St. George pudiera ser un miembro del grupo. Para el joven aspirante había seguido siendo una elevada figura literaria, a pesar del menor nivel de producción al que había descendido tras sus tres primeros grandes éxitos, de la relativa ausencia de calidad en su obra posterior. Había habido momentos en que Paul Overt casi había derramado lágrimas por ello; pero ahora que se encontraba cerca de él ‑nunca lo había visto‑ sólo tenía conciencia de la hermosa fuente original y de su propia e inmensa deuda. Tras haber recorrido la galería una o dos veces, volvió a salir y descendió por la escalera. Se hallaba apenas provisto de cierta osadía social ‑era una verdadera debilidad en él‑ de modo que, consciente de su falta de familiaridad con las cuatro personas distantes, dio paso a unos movimientos recomendados por el hecho de no haberse visto comprometido a un claro acercamiento. Había en eso una exquisita rigidez inglesa: él también la sintió mientras seguía un curso vago y oblicuo por el césped, tomando un rumbo independiente. Por fortuna había una claridad inglesa igualmente exquisita en la manera en que uno de los caballeros se levantó y se dispuso como a «acecharlo», si bien con aire conciliador y de afianzamiento. Paul Overt respondió de inmediato a tal gesto, aunque el caballero no fuera su anfitrión. Era alto, erguido y mayor y, como la gran casa misma, tenía una cara sonriente y rosada, y, además, un bigote blanco. Nuestro joven le salió al encuentro mientras el hombre decía sonriendo:

 ‑Eh... Lady Watermouth nos dijo que usted venía; me pidió que sólo lo cuidara ‑Paul Overt le dio las gracias, con lo que le resultó grato al momento, y se volvió con él para dirigirse hacia los otros‑. Todos se han ido a la iglesia... todos menos nosotros ‑continuó el extraño mientras andaban‑; estamos ahí sentados, es un lugar tan alegre. ‑Overt declaró que era alegre en verdad: era un lugar encantador. Comentó que estaba sintiendo tan agradable impresión por primera vez.

 ‑Ah, ¿no había estado aquí nunca? ‑dijo su acompañante‑. Es un bonito rincón, no hay mucho que hacer, ¿sabe? ‑Overt se preguntó qué era lo que quería «hacer»; a él, en particular, le parecía estar haciendo tanto. Cuando llegaron a donde se hallaban los demás, ya había reconocido a su iniciador como a un militar y ‑así trabajaba la imaginación de Overt‑ lo había encontrado aún más simpático. Tendría una necesidad natural de acción, de hechos que desentonaran con la pacífica escena pastoril. Sin embargo, tenía evidentemente tan buen carácter, que aceptaba por lo que valía una ocasión tan desprovista de gloria. Paul Overt la compartió con él y sus acompañantes durante los veinte minutos siguientes; esas personas lo miraron y él las miró sin saber muy bien quiénes eran, mientras la convesación continuaba sin que ni siquiera supiera qué significaba. La verdad es que parecía no significar nada en particular; transcurría, con pausas intrascendentes sin sentido y cortos vuelos terrestres, entre nombres de personas y lugares, nombres que, para nuestro amigo, no tenían gran poder de evocación. Todo era sociable y lento, lo propio y natural de una cálida mañana de domingo.

 Dedicó su primera atención a la pregunta, planteada para sí mismo, de si uno de los dos hombres más jóvenes sería Henry St. George. Conocía a muchos de sus distinguidos contemporáneos a través de sus fotos, pero nunca, como solía ocurrir, había visto un retrato del gran novelista descarriado. Era inimaginable de uno de los caballeros: demasiado joven; y el otro apenas parecía lo bastante inteligente, con unos ojos tan mansos y poco discernidores. Si esos ojos fueran los de St. George, el problema que plantearían los elementos inarmónicos de su genio sería aún más difícil de resolver. Además, el comportamiento de su dueño no era, respecto a la dama del vestido rojo, el que pudiera ser natural hacia la esposa de su corazón, incluso para un escritor acusado por varios críticos de sacrificar demasiado a la forma. Por último, Paul Overt tuvo la vaga sensación de que, si el caballero de ojos inexpresivos fuera el dueño del nombre que había hecho que su corazón latiera más de prisa (también tenía unas convencionales y contradictorias patillas; el joven admirador de la celebridad nunca se había forjado la visión mental de la cara de él en marco tan vulgar), le habría hecho una señal de reconocimiento o de cordialidad, habría oído hablar un poco de él, sabría algo de Ginistrella, se habría percatado de cómo esa nueva obra había llamado la atención de la verdadera crítica. Paul Overt tenía miedo de ser demasiado orgulloso, pero incluso una modestia mórbida podría considerar la autoría de Ginistrella como un grado de identidad. Su soldadesco amigo dio las explicaciones necesarias: él era «Fancourt», pero también era «el General», y en unos pocos instantes comunicó al nuevo visitante que acababa de regresar después de veinte años de servicio en el extranjero.

 ‑¿Y se queda ahora en Inglaterra? ‑preguntó el joven.

 ‑Oh, sí; he comprado una pequeña casa en Londres.

 ‑Espero que le guste ‑dijo Overt mirando a Mrs. St. George.

 ‑Una casita en Manchester Square... el entusiasmo que eso inspira tiene un límite.

 ‑Me refería a estar en Inglaterra otra vez, a estar de vuelta en Piccadilly.

 ‑A mi hija le gusta Piccadilly, eso es lo principal. Es muy aficionada al arte, la música y la literatura y a todo ese tipo de cosas. Lo echaba de menos en la India y lo encuentra en Londres, o espera encontrarlo. Mr. St. George ha prometido ayudarla, ha sido amabilísimo con ella. Ha ido a la iglesia, también es aficionada a eso, pero todos estarán de vuelta dentro de un cuarto de hora. Debe permitirme que se la presente, se alegrará tanto de conocerlo. Es posible que haya leído cada bendita palabra que ha escrito usted.

 ‑Estaré encantado, no he escrito tantas ‑suplicó, sintiendo, sin resentimiento, que el General, al menos, era la vaguedad misma a ese respecto. Pero le extrañaba un poco que, expresando esa cordial disposición, no se le ocurriera al sin duda eminente soldado pronunciar la palabra que lo pusiera en relación con Mrs. St. George. Si era cuestión de presentaciones, Miss Fancourt ‑al parecer aún soltera‑ se encontraba lejos, mientras que la esposa de su ilustre confrère se hallaba casi entre ellos. A Paul Overt esta dama le pareció bella en conjunto, con una sorprendente juventud y una suprema elegancia de aspecto, algo que ‑difícilmente podría explicar por qué‑ provocaba desconcierto. Desde luego, Saint George tenía todo el derecho a poseer una esposa encantadora, pero él mismo no habría imaginado nunca a la importante mujercita del agresivo vestido parisino como a la compañera de por vida, el alter ego, de un hombre de letras. En general, esa compañera, lo sabía, ese segundo yo, distaba mucho de presentarse a sí misma como un tipo sencillo: la observación le había enseñado que no era inveterada ni necesariamente simple. Nunca la había visto dar más la impresión de que su prosperidad tenía cimientos más profundos que una mesa manchada de tinta y cubierta de pruebas de imprenta. Mrs. St. George podría haber sido la mujer de un señor que más que escribir libros los «llevara», que anduviera con grandes negocios en la City y cerrara tratos mejores de los que generalmente cierran con sus agentes los poetas. Con esto, ella daba a entender un éxito más personal, un éxito que de manera peculiar marcaba la era en que la sociedad, el mundo de la conversación, es un gran salón con la City por antesala. Al principio Overt le calculó unos treinta años, y terminó por creer que podría estar acercándose a los cincuenta. Pero en este caso la mujer hacía desaparecer de alguna manera el exceso y la diferencia, que podían vislumbrarse sólo rara vez, tal como el conejo en la manga del mago. Era extraordinariamente blanca, y cada uno de sus rasgos y detalles era bello; los ojos, las orejas, el cabello, la voz, las manos, los pies ‑a los que su postura informal en la silla de mimbre brindaba lugar destacado‑ y las numerosas cintas y chucherías de que se hallaba engalanada. Daba la impresión de que se había puesto su mejor vestido para ir a la iglesia y después había decidido que era demasiado bueno para eso y se había quedado en casa. Contó una historia de cierta extensión sobre la ruín manera en que Lady Jane había tratado a la duquesa, y también una anécdota en relación con una compra que había hecho en París, a su regreso de Cannes; la había hecho para Lady Egbert, quien no llegó a devolver el dinero. Paul Overt sospechó de ella una tendencia a imaginarse gente importante más grande que la vida, hasta que advirtió la manera en que manejaba a Lady Egbert, con una rebeldía tan acentuada que lo tranquilizó. Creía que habría podido comprenderla mejor si hubiera logrado encontrar sus ojos; pero ella apenas llegó a mirarlo.

 ‑¡Ah, aquí vienen... los buenos! ‑dijo por fin; y Paul Overt admiró desde su lugar el regreso de los fieles, varias personas, en grupos de dos y tres, que avanzaban entre un fluctuar de luz y sombra, al final de la gran avenida verde que formaban el césped cortado y un túnel de ramas.

 ‑Si con eso quiere dar a entender que nosotros somos malos, protesto ‑dijo uno de los caballeros‑, ¡después de haber estado uno haciéndose el simpático toda la mañana!

 ‑Ah, ¡si es que los demás lo han encontrado simpático..! ‑exclamó alegremente Mrs. St. George‑. Pero si nosotros somos buenos, los otros lo son más.

 ‑Entonces deben ser unos ángeles ‑dijo el General, divertido.

 ‑Su marido fue un ángel, hay que ver cómo se marchó cuando usted se lo ordenó ‑declaró a Mrs. St. George el caballero que había hablado primero.

 ‑¿Que se lo ordené?

 ‑¿No lo hizo ir a la iglesia?

 ‑En mi vida le he ordenado que haga nada excepto una vez, cuando lo hice quemar un mal libro. ¡Eso es todo!

 Con su «eso es todo» nuestro joven amigo estalló en una risa incontenible; sólo duró un segundo, pero atrajo los ojos de ella. Él los sostuvo, mas no el tiempo suficiente para ayudarlo a entenderla mejor; a no ser que supusiera un paso adelante el comprender al momento que el libro quemado ‑¡de qué manera aludió a él!‑ había sido una de las mejores cosas de su marido.

 ‑¿Un mal libro? ‑repitió su interlocutor.

 ‑No me gustaba. Fue a la iglesia porque iba su hija ‑dijo al General‑. Considero mi deber llamar su atención hacia las extraordinarias atenciones que tiene para con su hija.

 ‑Si a usted no le importa, a mí tampoco ‑rió el General.

 ‑Il is'attache à ses pas. Pero no me extraña, es encantadora.

 ‑¡Espero que ella no lo obligue a quemar ningún libro! ‑se aventuró a exclamar Paul Overt.

 ‑Sería más oportuno que lo hiciera escribir alguno ‑dijo Mrs. St. George‑. ¡Ha estado tan vago últimamente...!

 Nuestro joven le clavó la mirada: lo impresionaba la fraseología de la dama. Su «escribir alguno» le pareció casi tan bueno como su «eso es todo». ¿Es que no sabía, como mujer de un artista poco común, lo que costaba producir una obra de arte perfecta? En su interior estaba convencido de que, por muy admirablemente que escribiera Henry St. George, durante los últimos diez años, en especial los últimos cinco, había escrito demasiado, y hubo un instante en el que sintió la exigencia interior de hacer esto público. Pero antes de que hablara, el regreso de los que se habían ausentado produjo una desviación. Se acercaron de manera dispersa ‑eran ocho o diez‑ y el círculo de debajo de los árboles se reorganizó cuando se instalaron en él. Lo hicieron mucho mayor, y Paul Overt sintió ‑siempre estaba sintiendo ese tipo de cosas, como se decía a sí mismo‑ que si ya había resultado interesante observar a los demás, ahora el interés se intensificaría. Estrechó la mano de su anfitriona, quien le dio la bienvenida sin muchas palabras, al estilo de una mujer capaz de confiar en que él entendería, y consciente de que una ocasión tan agradable habla por sí misma en todos los sentidos. Ella no le ofreció ninguna facilidad especial para que se pusiera a su lado, y cuando todos se hubieron acomodado de nuevo, se encontró aún junto al General Fancourt, y con una dama desconocida al otro lado.

 ‑Esa es mi hija, ésa de enfrente ‑dijo el General sin pérdida de tiempo. Overt vio a una chica alta, de magnífico pelo rojizo, con un vestido de un bello tono verde grisáceo y una sedosa caída, una prenda que claramente eludía todo efecto moderno. Por tanto, tenía en cierto modo el sello de la última novedad, y nuestro observador no tardó en considerar a la joven como a una persona contemporánea.

 ‑Es muy hermosa, muy hermosa ‑repitió mientras la estudiaba. Había algo noble en su cabeza, y ofrecía un aspecto fresco y fuerte.

 Su buen padre la observó con complacencia, comentando en seguida:

 ‑Da la impresión de estar acalorada... eso es el paseo. Pero pronto se recuperará. Entonces haré que se acerque y hable con usted.

 ‑Sentiría causarle esa molestia. Si usted me llevara allí. ‑murmuró el joven.

 ‑Mi querido señor, ¿supone usted que eso me molestaría? No lo digo por usted, sino por Marian ‑añadió el General.

 ‑Yo me tomaría la molestia por ella al instante ‑replicó Overt; después de lo cual continuó‑: ¿Será tan amable de decirme cuál de esos caballeros es Henry St. George?

 ‑El tipo que está hablando con mi hija. Caramba, está flirteando con ella. Se van a dar otro paseo.

 ‑Ah, ¿es ése, de verdad? ‑nuestro amigo sintió cierta sorpresa, pues el personaje que había ante él parecía turbar una visión que había sido vaga sólo por no estar enfrentada con la realidad. En cuanto la realidad se hizo patente, la imagen mental, retirándose con un suspiro, se hizo lo bastante sustancial como para sufrir un leve agravio. Overt, que había pasado una parte considerable de su corta vida en el extranjero, hizo ahora, mas no por vez primera, la reflexión de que, mientras que en esos países casi siempre había reconocido al artista y al hombre de letras por su «tipo» personal, la forma de su cara, el carácter de su cabeza, la expresión de su figura, e incluso los indicios que presentaba su ropa, en Inglaterra esta identificación era lo menos lógica posible gracias a la mayor conformidad, al hábito de hundir la profesión en lugar de anunciarla, a la difusión general del aire del caballero, del caballero que no se declara a favor de un tipo especial de ideas. Más de una vez, al volver a su país, se había dicho con respecto a la gente que había conocido en sociedad: «Se los ve en este y ese lugar, e incluso se habla con ellos; pero para averiguar lo que hacen habría que ser detective.» Con respecto a varios individuos por cuyo trabajo sentía lo contrario de una «atracción» ‑quizá se equivocaba‑ se encontró añadiendo: «No me extraña que lo oculten... cuando es tan malo.» Notó que con más frecuencia que en Francia y Alemania su artista parecía un caballero ‑es decir, un caballero inglés‑ mientras que, por supuesto con algunas excepciones, su caballero no parecía un artista. St. George no era una de las excepciones; esa circunstancia la percibió con certeza antes de que el gran hombre se diera vuelta para alejarse con Miss Fancourt. Desde luego tenía mejor aspecto por detrás que cualquier hombre de letras extranjero, se mostraba bellamente correcto con su chistera negra y su levita de calidad superior. En cierto modo, no obstante, esas mismas prendas ‑no le hubieran importado tanto en un día laborable‑ a Paul Overt le resultaban desconcertantes, y olvidó por el momento que el cabeza de la profesión no estaba vestido ni un poco mejor que él. Había vislumbrado una cara regular, un color fresco, un bigote castaño, y un par de ojos a los que seguramente nunca había visitado el frenesí, y se prometió a sí mismo que estudiaría estas señales en la primera ocasión. La impresión superficial que recibió fue que su propietario podría haber pasado por un caballero que se dirigiera con rumbo este cada mañana desde las salubres afueras, en un elegante dog‑car. Ello confirmaba la impresión que ya había producido su esposa. La mirada de Paul, tras un momento, volvió a dirigirse a esta dama, y vio que la de ella había seguido a su marido mientras se alejaba con Miss Fancourt. Overt se permitió preguntarse un poco si sentía celos cuando otra mujer se lo llevaba. Entonces vio que Mrs. St. George no estaba observando a la indiferente doncella. Sus ojos descansaban sólo en su marido, y con una serenidad inequívoca. Así quería ella que fuera él, le gustaba su uniforme convencional. Overt deseó saber más cosas del libro que ella le había inducido a destruir.

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 Cuando salían todos de comer, el General Fancourt lo agarró con un «Oiga, ¡quiero que conozca a mi chica!», como si acabara de ocurrírsele la idea y no hubiese hablado antes de eso. Con la otra mano se apoderó paternalmente de la joven.

 ‑Lo sabes todo de él. Te he visto con sus libros. Ella lo lee todo... ¡todo! ‑continuó diciendo a Paul. La muchacha le sonrió y después se rió con su padre. El General se alejó y su hija habló:

 ‑¿No es delicioso, papá?

 ‑Lo es, sin duda, Miss Fancourt.

 ‑¡Como si lo leyera a usted, porque lo leo «todo»!

 ‑No lo decía por eso ‑dijo Paul Overt‑. Me gustó desde el momento en que empezó a ser amable conmigo. Luego me prometió este privilegio.

 ‑No lo quiere decir por usted, sino por mí. Si usted se imagina que alguna vez piensa en algo que no sea yo, está en un error. Me presenta a todo el mundo. Me cree insaciable.

 ‑Habla usted exactamente igual que él ‑rió nuestro joven.

 ‑Ah, pero a veces es porque quiero ‑y la muchacha se ruborizó‑. No lo leo todo, leo muy poco. Pero lo he leído a usted.

 ‑¿Le parece que entremos en la galería? ‑dijo Paul Overt.

 Ella lo complacía enormemente, no tanto por su último comentario ‑aunque por supuesto eso no era demasiado desconcertante‑, como porque, sentada frente a él durante el almuerzo, le había ofrecido durante media hora la impresión de su bella cara. Con esto había llegado algo más, una sensación de generosidad, de un entusiasmo que, al contrario que muchos entusiasmos, no era todo ademán. Eso, para él, no se vio arruinado al comprobar que la comida la había puesto de nuevo en familiar contacto con Henry St. George. Sentado al lado de ella, el hombre célebre se encontraba también frente a nuestro joven, quien había podido advertir que multiplicaba las atenciones poco antes señaladas por su esposa al General. Paul Overt también había llegado a la conclusión de que la dama no estaba desconcertada en lo más mínimo por estos fervorosos excesos y de que daba muestras de poseer un espíritu despejado. Tenía a Lord Masham a un lado y al otro al experto Mr. Mulliner, director de un nuevo y enérgico periódico vespertino de clase alta, que se esperaba que cubriese la necesidad, sentida en los círculos cada vez más conscientes, de que el conservadurismo debía hacerse divertido, y no convencidos cuando los de otro color político aseguraban que ya lo era bastante. Al cabo de una hora transcurrida en su compañía, Paul Overt la consideró aún más hermosa que en la primera irradiación, y si sus profanas alusiones al trabajo de su marido no hubieran seguido resonando en sus oídos, ella le habría gustado... siempre y cuando eso pudiera suceder con una mujer con quien no había hablado todavía y con quien probablemente no hablaría nunca, si de ella dependiera. Las mujeres lindas constituían una clara necesidad para este genio y por el momento era Miss Fancourt quien la cubría. Si Overt se había prometido un examen más detallado, la ocasión era ahora óptima, y produjo consecuencias que el joven consideró importantes. Vio más cosas en la cara de St. George, que le gustaron más por no haber revelado la historia completa en los tres primeros minutos. Esa historia iba manifestándose a medida que uno leía, en cortas entregas ‑el que las analogías de uno fueran en cierto modo profesionales era excusable‑ el texto era de un estilo considerablemente enrevesado, con un lenguaje difícil de interpretar sobre la marcha. Había en él matices de significado y una vaga perspectiva histórica, que retrocedía cuando uno avanzaba. Paul Overt había prestado atención a dos hechos en particular. El primero de ellos era que le gustaba mucho más la máscara mesurada en inescrutable reposo que en agitación social; su sonrisa casi convulsiva era lo que más le desagradaba (todo lo que podía desagradarle era cualquier impresión derivada de esa fuente), mientras que la cara tranquila tenía un encanto que aumentaba a medida que la quietud volvía a aposentarse. El cambio a la expresión de alegría, observó, provocaba en gran medida la íntima protesta de una persona que se encuentra en la penumbra cuando traen una lámpara demasiado pronto. Su segunda reflexión fue que, aunque en general sentía aversión hacia el uso flagrante de artes zalameras por parte de un hombre de edad al «cortejar» a una linda chica, en este caso no le resultaba demasiado doloroso: lo cual parecía demostrar o bien que St. George tenía mano o el aspecto de ser más joven de lo que era, o bien que en cierto modo la actitud de Miss Fancourt lo enmendaba todo.

 Overt entró con ella en la galería y la recorrieron hasta el final, mirando los cuadros, las vitrinas, el panorama encantador que armonizaba con la perspectiva de una tarde de verano, asemejándose a ella por su larga claridad, con grandes divanes y sillas antiguas, que representaban horas de descanso. Un lugar así tenía, por añadidura, el mérito de ofrecer a los que en él entraban mucho de que hablar. Miss Fancourt se sentó con su nuevo conocido en un sofá floreado, cuyos almohadones, muy numerosos, eran antiguos cubos apretados de distintos tamaños, y dijo al poco tiempo:

 ‑Me alegro mucho de tener la ocasión de darle las gracias.

 ‑¿De darme las gracias? ‑tuvo que preguntar.

 ‑Su libro me gustó mucho. Lo considero espléndido.

 Estaba allí, sentada, sonriéndole, y él no llegó a preguntarle a qué libro se refería; porque después de todo había escrito tres o cuatro. Eso parecía un detalle vulgar, y ni siquiera se sintió gratificado con la idea del placer que ella le dijo ‑su cara bella y luminosa se lo dijo‑ que le había proporcionado. El sentimiento que ella inspiraba, o en cualquier caso el que provocaba, era algo mayor, algo que poco tenía que ver con cualquier latido acelerado de la propia vanidad de él. Era una sensible admiración por la vida que ella encarnaba, cuya pureza juvenil y opulencia parecían querer decir que el éxito verdadero había de parecerse a eso, vivir, florecer, presentar la perfección de un tipo exquisito, no haber creado a martillazos fantasías punzantes, con la espalda encorvada sobre una mesa sucia de tinta. Mientras descansaban en él sus ojos verdes ‑estaban bien separados y el arreglo de sus cabellos de tan hermoso color, tan espesos que se aventuraban a ser suaves, describía sobre ellos un arco grácil‑, casi se sintió avergonzado de ese ejercicio de la pluma que ella se inclinaba a elogiar en ese momento. Era consciente de que le hubiera gustado más complacerla de alguna otra manera. Las arrugas de su cara eran las de una mujer adulta, pero la niña permanecía en el cutis y en la dulzura de la boca. Por encima de todo era natural, eso ahora resultaba indudable; más natural de lo que al principio había supuesto, quizás debido a su ropa bonita, que era convencionalmente poco convencional y sugería lo que él podría haber llamado una espontaneidad tortuosa. Había temido ese tipo de cosas en otras ocasiones, y sus temores habían sido justificados; ya que, aun siendo en esencia un artista, la moderna ninfa reaccionaria, con las zarzas del bosque prendidas de sus pliegues y el aspecto de que los sátiros habían estado jugando con su pelo, lo hacía encogerse, no como un hombre de almidón y charol, sino como un hombre que en potencia fuera un poeta, o incluso un fauno. La muchacha era realmente más franca que su vestido, y la mejor prueba de ello era que supusiese que a su carácter liberal le sentaba bien cualquier uniforme. Eso era una falacia, puesto que estaba seguro de que aunque estuviera vestida de pesimista le gustaba el sabor de la vida. Overt le agradeció su apreciación, consciente al mismo tiempo de que no parecía agradecérselo lo suficiente y de que ella podría considerarlo ingrato. Tenía miedo de que le pidiera que le explicara algo de lo que había escrito, y siempre se estremecía ante eso ‑quizás con demasiada timidez‑, porque en sus oídos la explicación de una obra de arte sonaba fatua. Pero ella le gustaba tanto que estaba seguro de que al final sería capaz de demostrarle que no era groseramente evasivo. Además, seguro que no se ofendía fácilmente, no era irritable; se podía confiar en que esperaría. De modo que cuando él le dijo, «Ah, no hable de lo que he hecho, no hable de eso aquí, ¡hay otro hombre en la casa que es la actualidad...!», cuando formuló esta corta y sincera protesta, lo hizo con la intención de que ella no viera en esas palabras ni humildad fingida ni la impaciencia de un hombre de éxito que se aburre con la lisonja.

 ‑Usted se refiere a Mr. St. George... ¿no es encantador?

 Paul Overt encontró sus ojos, los cuales tenían una luz de mañana fresca, que le habrían medio roto el corazón si no hubiera sido tan joven.

 ‑Me temo que no lo conozco. Sólo lo admiro a distancia.

 ‑Tiene que conocerlo, desea tanto hablar con usted ‑respondió Miss Fancourt, quien evidentemente tenía la costumbre de decir las cosas que, según sus rápidos cálculos, complacerían a la gente. Paul se dio cuenta de que sus cálculos siempre se basarían en el supuesto de que todo era sencillo entre los demás.

 ‑No me habría imaginado que supiera nada de mí ‑declaró.

 ‑Pues lo sabe... todo. Y si no lo supiera podría decírselo yo.

 ‑¿Decirle todo? ‑sonrió nuestro amigo.

 ‑¡Habla usted como la gente de sus libros! ‑respondió ella.

 ‑Entonces deben hablar todos igual.

 Se quedó pensando un momento, ni una pizca desconcertada.

 ‑Debe ser tan difícil. Mr. St. George me dice que lo es... terrible. Yo también lo intenté... y lo encuentro así. Intenté escribir una novela.

 ‑Mr. St. George no debiera desanimarla ‑llegó a decir Paul.

 ‑Usted hace mucho más... adoptando esa expresión.

 ‑Pero, después de todo, ¿por qué intentar ser artista? ‑prosiguió el joven‑. Es tan pobre... ¡tan pobre!

 ‑No sé qué quiere decir ‑dijo Miss Fancourt, que tenía aspecto grave.

 ‑En comparación con ser una persona de acción, con vivir las propias obras.

 ‑Pero, ¿qué es el arte sino una vida intensa..., si fuera real? ‑preguntó ella‑. Creo que es la única, ¡todo lo demás es tan tosco! ‑su compañero se rió y ella expresó con su encantadora serenidad lo que se le ocurrió a continuación‑. Es muy interesante conocer a tanta gente célebre.

 ‑Eso creería... pero seguro que eso no es nuevo para usted.

 ‑Pero si nunca he visto a nadie, a nadie: viviendo siempre en Asia.

 La manera en que hablaba de Asia de algún modo lo hechizaba.

 ‑Pero, ¿no está ese continente plagado de grandes figuras? ¿No ha administrado usted provincias en la India y ha encadenado a su coche a rajás cautivos y a príncipes tributarios?

 Era como si ni siquiera le importase a ella que él quisiera divertirse a su costa.

 ‑Fui allá con mi padre, al salir del colegio. Fue delicioso estar con él; él y yo estamos solos en el mundo..., pero no existía la sociedad que a mí más me gusta. Nunca se oía hablar de un cuadro, nunca de un libro, excepto de los malos.

 ‑¡Nunca de un cuadro! Pero, ¿no era toda la vida un cuadro?

 Abarcó con la mirada el delicioso lugar donde estaban sentados.

 ‑Nada que pueda compararse con esto. ¡Adoro Inglaterra!

 Ello hizo que vibrara en él la cuerda sagrada.

 ‑No niego, por supuesto, que tengamos que hacer algo con ella, la pobre, ya.

 ‑La verdad es que todavía no ha sido tocada ‑dijo la muchacha.

 ‑¿Dijo eso Mr. St. George?

 Había en su pregunta, como él sintió, una pequeña e inocente chispa de ironía; a la que, no obstante, contestó ella de manera muy sencilla, sin advertir la insinuación.

 ‑Sí, dice que Inglaterra no ha sido tocada... considerando todo lo que hay ‑continuó con vehemencia‑. Está tan interesado en nuestro país. El escucharlo hace que uno quiera hacer algo.

 ‑Haría que yo lo quisiera ‑dijo Paul Overt, sintiendo con fuerza, en ese instante, la sugestión de lo que ella había dicho y la emotividad con que lo había dicho, y bien consciente del incentivo que, en labios de St. George, podrían ser tales palabras.

 ‑Usted... ¡como si no lo hubiese deseado! Me gustaría tanto oírlos hablar ‑añadió ardientemente.

 ‑Eso es muy cordial de su parte; pero todo sería a su manera. Estoy postrado ante él.

 Ella tenía un aire serio.

 ‑¿Cree entonces que es tan perfecto?

 ‑Nada más lejos de eso. Algunos de sus libros me parecen de una excentricidad...

 ‑Sí sí... él lo sabe.

 Paul Overt la miró fijamente.

 ‑¿Que me parecen excéntricos...?

 ‑Pues sí, o en cualquier caso que no son lo que debieran ser. Me dijo que no los estimaba. Me ha dicho unas cosas maravillosas... es tan interesante.

 Para Paul Overt supuso cierta conmoción enterarse de que el genio exquisito del que estaban hablando había sido reducido a una confesión tan explícita y que la había hecho, en su miseria, al primero en llegar; porque aunque Miss Fancourt era encantadora, ¿qué era, después de todo, sino una muchacha inmadura encontrada en una casa de campo? Sin embargo, éste era precisamente parte del sentimiento que él mismo acababa de expresar; disculparía al pobre gran hombre pecable no porque no comprendiera sus escritos, sino, en suma, porque lo hacía. Su consideración se componía a medias de ternura por superficialidades a las que estaba seguro que juzgaba en privado quien las perpetraba, las juzgaba más ferozmente que nadie, y que representaban algún trágico secreto intelectual. Tendría sus razones para su psicología à fleur de peau, y estas razones sólo podían ser crueles, del tipo que lo harían más querido de los que ya le tenían afecto.

 ‑Usted provoca mi envidia. Tengo mis reservas, discrimino... pero lo quiero ‑dijo Paul en un momento‑. Y verlo por primera vez de esta manera es para mí un gran acontecimiento.

 ‑¡Qué trascendental... qué magnífico! ‑exclamó la muchacha‑. ¡Qué delicioso reunirlos!

 ‑Que sea obra de usted... lo hace perfecto ‑respondió nuestro amigo.

 ‑Él está tan impaciente como usted ‑prosiguió ella‑. Pero es tan extraño que no se hayan conocido...

 ‑En realidad no es tan extraño como le parece. He salido mucho de Inglaterra, he estado ausente repetidas veces estos últimos años.

 Ella acogió esto con interés.

 ‑Y, sin embargo, escribe usted de ella como si estuviera siempre aquí.

 ‑Quizás sea precisamente por estar fuera. En cualquier caso, sospecho que los mejores pasajes son los que fueron escritos en lugares horribles del extranjero.

 ‑¿Y por qué eran horribles?

 ‑Porque eran lugares de reposo... donde mi pobre madre moría.

 ‑¿Su pobre madre? ‑era toda un dulce interrogante.

 ‑Ibamos de sitio en sitio para que ella se mejorara. Pero no mejoró. A la espantosa Riviera (¡la odio!), a los altos Alpes, a Argel, y muy lejos ‑un viaje horrible‑, a Colorado.

 ‑¿Y no está mejor? ‑continuó Miss Fancourt.

 ‑Murió hace un año.

 ‑¿De verdad? ¡Como la mía! Sólo que de eso hace años. Algún día debe hablarme de su madre ‑añadió.

 Ante esas palabras, en un primer momento, sólo pudo mirarla.

 ‑¡Qué cosas tan bien dichas! Si dice cosas así a St. George no me extraña que sea su esclavo.

 Esto la detuvo un momento.

 ‑No sé a qué se refiere. Él no hace ni discursos ni declaraciones, no es ridículo.

 ‑Entonces me temo que usted considera que yo lo soy.

 ‑No; no es así ‑lo dijo bastante secamente. Y a continuación añadió‑: Él comprende... lo comprende todo.

 El joven estaba a punto de decir jocosamente: «Y yo no, ¿no es eso?», pero estas palabras fueron cambiadas, a tiempo, por otras ligeramente menos triviales.

 ‑¿Supone usted que comprende a su esposa?

 Miss Fancourt no dio una respuesta directa, sino que tras un momento de duda, dijo:

 ‑¿No es encantadora?

 ‑¡Qué va!

 ‑Aquí viene. Ahora tiene que conocerlo ‑continuó‑. Un pequeño grupo de huéspedes se había reunido en el otro extremo de la galería y habían sido allí sobrepasados por Henry St. George, quien entró desde una habitación contigua. Durante un momento se quedó cerca de ellos sin entrar en la conversación, y de una mesa tomó una antigua miniatura y la observó vagamente. Al cabo de un minuto advirtió la presencia de Miss Fancourt y su acompañante a cierta distancia, ante lo cual, depositando la miniatura, se aproximó a ellos con la misma actitud indecisa, las manos en los bolsillos y volviendo los ojos, de izquierda a derecha, hacia los cuadros. La galería era tan larga que ese recorrido llevó algún tiempo, especialmente porque hubo un momento en que se detuvo a admirar el excelente Gainsborough.

 ‑Dice que su éxito ha sido obra de Mrs. St. George ‑continuó la muchacha en voz ligeramente más baja.

 ‑¡Ah, qué oscuro suele ser! ‑rió Paul.

 ‑¿Oscuro? ‑repitió ella como si lo oyera por vez primera. Sus ojos se posaron en su otro amigo, y a Paul no le pasó desapercibida la impresión que daban de enviar grandes haces de ternura‑. ¡Va a hablar con nosotros! ‑musitó emocionada. Había cierto embeleso en su voz y nuestro amigo se sobrecogió. «Cielo santo, ¿le importa él de tal modo?..., ¿está enamorada de él? se preguntó mentalmente.

 ‑¿No le dije que estaba impaciente? ‑le había preguntado ella mientras tanto.

 ‑Es una impaciencia disimulada ‑respondió el joven mientras el objeto de su observación permanecía ante el Gainsborough‑. Se dirige hacia nosotros tímidamente. ¿Quiere él decir que su mujer lo salvó quemando ese libro?

 ‑¿Ese libro? ¿qué libro quemó? ‑la muchacha volvió rápidamente la cara hacia él.

 ‑¿Es que no se lo ha dicho?

 ‑Ni una palabra.

 ‑¡Entonces no se lo dice todo! ‑Paul había adivinado que ella suponía en gran medida que lo hacía. El gran hombre había reanudado su curso y se aproximaba; a pesar de lo cual su más capacitado admirador arriesgó una observación profana.

 ‑¡San Jorge y el Dragón es lo que sugiere la anécdota!

 Sin embargo, su compañera no lo oyó: sonrió al adversario del dragón.

 ‑Está impaciente... ¡lo está! ‑insistió.

 ‑Impaciente por usted... sí.

 Pero mientras tanto ella había dicho en voz alta:

 ‑Estoy segura de que quiere conocer a Mr. Overt. Serán grandes amigos y para mí será siempre delicioso recordar que yo estaba aquí cuando ustedes se conocieron, y que tuve algo que ver con ello.

 Había una frescura de intención en las palabras que las hacía surgir; sin embargo, nuestro joven sintió pena por Henry St. George, tal como sentía pena en cualquier momento por cualquier persona que fuera invitada públicamente a mostrarse interesada y encantadora. Lo habría conmovido tanto creer que un hombre a quien admiraba profundamente se preocupaba una pizca por él, que no hubiera jugado con tal presunción, de haber sido vana. En una sola mirada de los ojos del Maestro digno de perdón leyó ‑con el tipo de perspicacia propia de su talento‑ que este personaje tenía siempre una reserva de paciencia amistosa, que era parte de su rico bagaje, pero que no estaba versado en página impresa alguna de un escritorzuelo prometedor. Hubo incluso alivio, simplificación de eso: si le gustaba ya tanto por lo que había hecho, ¿cómo podría haberle gustado más por una percepción que, como mucho, tenía que haber sido vaga? Paul Overt se levantó, intentando demostrar su compasión, pero en el mismo instante se encontró envuelto en el arte personal afortunado de St. George, un comportamiento cuya esencia consistía en conjurar situaciones falsas. Todo tuvo lugar en un momento. Paul era consciente de que ahora lo conocía, consciente de su apretón de manos y de la cualidad misma de su mano; de su cara, vista más de cerca y por tanto mejor vista, de una confianza general confraternizadora y en particular de la circunstancia de que él no le disgustaba a St. George (al menos todavía) por haber sido impuesto por una muchacha llena de encanto, pero demasiado arrolladora, lo suficientemente atractiva sin tales pretendientes. En cualquier caso no se reflejó irritación alguna en la voz con la que interrogó a Miss Fancourt sobre cierto plan de dar un paseo, un paseo de todo el grupo por el parque. En seguida había dicho algo a Paul de una conversación ‑«Tenemos que mantener una conversación tremenda; hay tantas cosas, ¿verdad?»‑ pero nuestro amigo vio que en este caso la idea no tendría un efecto inmediato. De todos modos estaba contentísimo, incluso después de que quedara decidido lo del paseo; los tres pasaron poco después a la otra parte de la galería, donde se comentó el plan con varios miembros del grupo; incluso cuando, después de que todos se hubieran marchado, se encontró en compañía de Mrs. St. George durante media hora. Su marido se había adelantado con Miss Fancourt y la pareja se hallaba ya bien apartada de la vista. Era el más bello de los recorridos para una tarde de verano: un circuito cubierto de hierba, de una extensión inmensa, que orillaba el parque. El parque se hallaba completamente circuido por su viejo muro rojo, veteado, pero perfecto, el cual quedaba a la izquierda de los paseantes y constituía en sí mismo un objeto de interés. Mrs. St. George mencionó el sorprendente número de acres así abarcados, junto con otros numerosos datos que se relacionaban con la propiedad y la familia, y las otras propiedades de la familia: no sabía cómo instarlo lo suficiente para que viera sus otras casas. Repasó los nombres de éstas y citó los cambios que habían experimentado con la facilidad que da la práctica, haciendo que pareciera una lista casi interminable. Había recibido a Paul Overt muy amablemente cuando él se acercó para hablarle de su alegría por haber sido presentado a su marido, y le pareció una mujercita tan despierta y complaciente que se sintió bastante avergonzado del mot que sobre ella había tenido con Miss Fancourt; aunque pensó que otras cien personas, en otras tantas ocasiones, seguramente hubieran dicho lo mismo. Se llevó con Mrs. St. George, en suma, mejor de lo que esperaba; pero esto no impidió que ella advirtiera de repente que estaba mareada de cansancio y que debía llevarla de vuelta a la casa por el camino más corto. Confesó que tenía menos fuerza que un gatito y que era una pobre ruina; cualidad que Overt no había discernido en ella al estar demasiado absorto preguntándose en qué sentido podía considerarse a su marido obra suya. Había captado un destello de respuesta cuando ella anunció que debía dejarlo, aunque esta percepción era desde luego provisional. Precisamente cuando estaba poniéndose a su disposición para el regreso, la situación sufrió un cambio; Lord Masham había aparecido de pronto, de regreso junto a ellos, les había dado alcance tras surgir de entre los arbustos ‑Overt no habría podido decir cómo apareció‑ y Mrs. St. George había dicho en tono de protesta que quería que se la dejara en paz y no interrumpir la reunión. Un momento después se alejaba con Lord Masham. Nuestro amigo retrocedió y se unió a Lady Watermouth, a quien comunicó que Mrs. St. George se había visto obligada a renunciar al intento de ir más lejos.

 ‑No debería haber salido, para empezar ‑comentó su señoría de bastante mal humor.

 ‑¿Tan enferma está?

 ‑Mucho ‑y su anfitriona añadió aún con mayor austeridad‑: ¡La verdad es que no debería venir! ‑se preguntó qué quería dar a entender con eso, y al poco tiempo dedujo que no era una reflexión sobre la conducta de la dama o sobre su naturaleza moral: sólo indicaba que sus fuerzas no estaban de acuerdo con sus aspiraciones.

                                                                                                      3

 El salón de fumadores de Summersoft estaba a escala del resto del lugar; alto, claro, confortable y decorado con unas tallas y molduras de tal refinamiento, que más parecía un cenador para que las señoras se sentaran a trabajar con sus lanas desvaídas, que un parlamento de señores fumando fuertes puros. Los caballeros se reunieron ahí en número considerable el domingo por la noche, congregándose principalmente en un extremo, delante de una de las bellas y frescas chimeneas de mármol blanco, cuyo friso se hallaba adornado con un pequeño y exquisito «tema» italiano. Había otra en la pared de enfrente y, gracias a la suavidad de la noche de verano, ninguna de las dos estaba encendida; pero el núcleo de aglutinamiento lo proporcionaba una mesa en el rincón de la chimenea, cubierta de botellas, frascos y vasos. Paul Overt era un fumador infiel; fumaba cigarrillos por razones que nada tenían que ver con el tabaco. Esto era precisamente lo que sucedía en la ocasión de la que hablo; su motivo era la ilusión de una pequeña charla directa con Henry St. George. La «tremenda» comunión sobre la que el gran hombre le había hecho concebir esperanzas unas horas antes aún no había tenido lugar, y esto lo entristecía en forma considerable, puesto que al día siguiente el grupo tomaría direcciones distintas inmediatamente después del desayuno. Había sufrido la decepción, sin embargo, de descubrir que al parecer el autor de Shadowmere no estaba dispuesto a prolongar su vigilia. No se hallaba entre los caballeros reunidos cuando entró Paul, ni era ninguno de los que aparecieron, con vistosos atuendos, durante los diez minutos siguientes. El joven esperó un poco preguntándose si habría ido sólo a ponerse algo extraordinario; esto explicaría su retraso y al mismo tiempo contribuiría en mayor medida a la impresión que Overt tenía de su tendencia a cumplir con lo superficial y preestablecido. Pero no llegaba, debía de haber estado poniéndose algo más extraordinario de lo que era probable. Nuestro héroe se rindió, sintiéndose un poco lastimado, un poco herido, por la pérdida de veinte codiciadas palabras. No estaba enfadado, pero exhalaba el humo en suspiros, con la sensación de haberse visto quizá privado de algo poco común. Empezó a moverse lentamente por la habitación con su pesar, mirando los antiguos grabados de las paredes. Estando en tal actitud sintió al poco una mano en el hombro y una voz amistosa en el oído.

 ‑Ah, muy bien. Esperaba poder encontrarlo. He bajado a propósito ‑St. George no se había cambiado de ropa y ofrecía una cara magnífica, la más solemne, a la que nuestro joven respondió todo halagado. Explicó que era sólo por el Maestro ‑la idea de una pequeña charla‑ por lo que se había quedado, y que, al no encontrarlo, había estado a punto de irse a la cama.

 ‑Pues verá, yo no fumo, mi esposa no me deja ‑dijo St. George buscando un sitio para sentarse‑. Me hace muy bien, muy bien. Vayamos a ese sofá.

 ‑¿Quiere decir que fumar le hace bien?

 ‑No, no, que no me deje. Es una gran cosa tener un mujer que esté tan segura de toda aquello de lo que uno puede prescindir. Uno podría no descubrirlo nunca. No me permite que toque un cigarrillo ‑tomaron posesión de un sofá que se hallaba a cierta distancia del grupo de fumadores y St. George prosiguió‑: ¿Tiene usted?

 ‑¿Un cigarrillo?

 ‑No, por Dios, esposa.

 ‑No; y sin embargo renunciaría a mi cigarrillo por una.

 ‑Renunciaría a mucho más que eso ‑respondió St. George‑. Pero obtendría mucho a cambio. Hay bastante que decir en favor de las esposas ‑añadió doblando los brazos y cruzando las extendidas piernas. Rechazó el tabaco por completo y esperó sin ofrecer fuego. Su acompañante dejó de fumar, impresionado por su cortesía; y después de todo se hallaban fuera del alcance del humo, su sofá estaba en una esquina apartada. Habría sido una equivocación, continuó St. George, una gran equivocación el haberse separado sin una pequeña conversación.

 ‑Porque lo sé todo de usted ‑dijo‑. Sé que es usted muy notable. Ha escrito un libro muy distinguido.

 ‑¿Y cómo lo sabe? ‑preguntó Paul.

 ‑Pero querido amigo, está en el aire, está en los periódicos, está en todas partes ‑St. George hablaba con la familiaridad perentoria de un colega, con un tono que a su vecino le pareció el susurro mismo de los lauros‑. Usted está en boca de todos los hombres y, lo que es mejor, de todas las mujeres. He estado leyendo su libro en estos días.

 ‑¿En estos días? Esta tarde no lo había leído usted ‑dijo Overt.

 ‑¿Cómo lo sabe?

 ‑Creo que tendría que saber cómo lo sé ‑rió el joven.

 ‑Supongo que se lo habrá dicho Miss Fancourt.

 ‑La verdad es que no..., más bien me indujo a creer que lo había leído.

 ‑Sí, eso sí es lo que ella haría. ¿No cree que despide un fulgor rosado sobre la vida? Pero usted no le creyó, ¿no es eso? ‑preguntó St. George.

 ‑No; no cuando usted se nos acercó allí.

 ‑¿Fingí? ¿Fingí mal? ‑pero sin esperar la respuesta, St. George continuó‑. Siempre debiera creer a una muchacha como ésa... siempre, siempre. A algunas mujeres se las debe tomar con concesiones y reservas; pero a ella hay que tomarla tal y como es.

 ‑Me gusta mucho ‑dijo Paul Overt.

 Su tono tenía algo que excitó en su compañero la sensación momentánea de lo absurdo; quizás fuese el aire de deliberación que flotaba en este juicio. St. George estalló en carcajadas para responder.

 ‑Eso es lo mejor que puede hacer con ella. ¡Es una joven poco común! No obstante, a decir verdad, confieso que esta tarde no lo había leído.

 ‑¿Ve usted cuánta razón tenía en ese caso particular para no creer a Miss Fancourt?

 ‑¡Razón! ¿Cómo puedo estar de acuerdo cuando por eso perdí crédito?

 ‑¿Desea pasar exactamente por ser tal como ella lo representa? Entonces no tiene nada que temer ‑dijo Paul.

 ‑Ah, mi querido joven, no hable de pasar... ¡cuando se trata de alguien como yo! Yo me estoy pasando, ni más ni menos. ¡Ella puede emplear su joven imaginación (¿no cree que es magnífica?) para algo mejor que para «representar» de la manera que sea a un animal tan cansado y agotado! ‑el Maestro habló con una repentina tristeza que produjo una protesta por parte de Paul; pero antes de que la protesta pudiera ser formulada prosiguió, volviendo a la apreciable novela de este último‑: No tenía ni idea de que fuera tan bueno... se oyen tantas cosas. Pero usted es sorprendentemente bueno.

 ‑Voy a ser sorprendentemente mejor ‑se atrevió a responder Overt.

 ‑Ya lo veo, y eso es lo que me atrae. No veo tantas otras cosas ‑cuando se mira en derredor‑ que vayan a ser sorprendentemente mejores. Van a ser constantemente peores... la mayoría. Resulta tanto más fácil ser peor... el cielo sabe que yo me encontré con eso. No me produce gran satisfacción lo que se comenta por todas partes, ¿sabe? Pero usted tiene que ser mejor... tiene que continuar de verdad. Yo no lo hice, desde luego. Es muy difícil, es lo maldito de todo este asunto, continuar. Pero veo que usted será capaz de hacerlo. Será una gran desgracia si no es así.

 (continúa)

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