Metrópolis

—¿Y no temes, padre, suponiendo que las estadísticas sean correctas y que la degeneración del hombre progrese rápidamente, que un día se acabe el alimento para las máquinas devoradoras de hombres y que el Moloc de cristal, goma y acero, el Durgha de aluminio con venas de platino, habrán de morirse de hambre?

 —Podría ser —repuso el cerebro de Metrópolis.

 —¿Y entonces?

 —Para entonces —respondió el cerebro de Metrópolis— ya se habrá descubierto un sustituto para el hombre.

 —¿El hombre mejorado, quieres decir? ¿El hombre-máquina?

 —Quizás —asintió el cerebro de Metrópolis.

Freder se apartó el cabello húmedo de la frente. Venas azules se destacaban nítidas en sus sienes. Se inclinó; su aliento llegaba hasta su padre.

 —Entonces escucha siquiera esto, padre. Encárgate de que el hombre-máquina no tenga cabeza o por lo menos no tenga rostro, o dale un rostro que sonría siempre, o un rostro de Arlequín, o un visor opaco. ¡Que nadie se horrorice al mirarle! Porque cuando pasé hoy por las salas de las máquinas, vi a los hombres que vigilan tus máquinas. Y me reconocieron; y yo les saludé, uno tras otro. Pero nadie me devolvió el saludo. Las máquinas mantenían sus nervios en una tensión extrema. Y cuando les miré muy de cerca, padre, tan de cerca como ahora te miro a ti, me estaba viendo a mí mismo. Cada hombre esclavizado ante tus máquinas, padre, tiene mi rostro, tiene el rostro de tu hijo.

 —Entonces también el mío, Freder, ya que somos iguales —dijo el Amo de la gran Metrópolis.

Thea von Harbou, Metropolis. (1927)